domingo, 13 de diciembre de 2009

MAL AMIGO



ADVERTENCIA: El siguiente texto es producto de uno de los sueños más extraños que he tenido en mi vida. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.


Me senté en la banca, sentía mis zapatos mojados y más tarde supe porqué.

El mono se sentó en la banca conmigo. Tenía puesta una corbata de rayas azules y amarillas, pues acababa de llegar de un trabajo del que quizás nunca tendré idea. Lo que sé es que al trabajo nunca llegará tarde debido a su destreza en las ramas.

Su casa quedaba justo sobre mi cabeza. Miré arriba, y su esposa que antes conocía como su novia bajó a saludarme con un abrazo. Yo le hice un agasajo sacándole un par de piojos.

Los felicité tardíamente por su matrimonio, y es que yo había perdido contacto con mi amigo el mono durante un largo tiempo por otra razón que quizás tampoco sabré.

Un monito parecido a mi amigo resultó ser su hijo. Se me ocurrió que podría apadrinarlo para resarcir mi ingratitud.

Mi amigo me preguntó acerca de los hechos más relevantes de mi vida en los últimos meses. Todo lo sinteticé con un aireado “bien”, y nos quedamos contemplando el paisaje.

Mi amigo mono estaba cansado de su extenuante jornada de trabajo, y yo ya debía dejar de descansar. Me desperté, preguntándome porqué soy tan ingrato con mi imaginación, que se esforzó en sus horas libres en crearme un amigo al que no le pregunté su nombre. No creo que esté resentida conmigo; pero por si llego a pasar de nuevo por el árbol de mi amigo una noche, recordaré tener a la mano un presente o tan siquiera me tomaré unos minutos más de sueño para sacarle los piojos a toda la familia.

domingo, 6 de diciembre de 2009

GOLPE DE SUERTE


La vi sentada con un sutil descaro en la barra. El tocado con plumas rojas en su cabeza era la señal con la que acordamos su identificación.

Estaba ansioso por oír su historia, la que por su quebrado y débil tono de voz auguré que arrancaría lágrimas a los lectores de mis crónicas semanales. Soy Gustavo Nieto, autor de Las Voces de Quienes Callan, y mi trabajo consiste en arrancar los oscuros pasados de quienes sufren en el anonimato para llenar mis espacios en las ediciones de los domingos. No pretendo denunciar injusticias como muchos de mis colegas; sólo quiero fajarme a detallar desgracias, que es lo que a la gente le gusta y lo hago sin remordimientos de ninguna índole.

—Buenas noches —le dije a mi personaje de la semana casi al oído para asegurarme de que mi voz no se perdiera entre el infernal volumen de la música techno.

Ella me reparó como si considerara hacerme su cliente después de la entrevista, luego me estrechó la mano en un gesto de dama honorable que no le quedaba muy bien, y se presentó:

—Soy Sandy.

—Bonito nombre —dije con la certeza de que era su seudónimo, su sello comercial.

Me senté, y pedí una cerveza. Sandy encendió un cigarrillo, y antes de empezar su historia me hizo una aclaración que me dio a entender el valor que el tiempo tenía para ella.

—Te doy la entrevista, mi hermoso. Pero si llega algún man a buscarme te toca esperar.

Acepté sin condiciones, y ella dio apertura a su relato preparando su garganta con un sorbo de mi cerveza.

—Mi mamá siempre andaba con uno, andaba con el otro. No se hallaba sola. No importaba si el man era bonito, feo, chiquito, grande, gordo, flaco, blanco, negro, mono, joven o viejo, a ella todos le gustaban, con cualquiera formaba recocha. Yo apenas los veía entrar y salir de su cuarto. A veces reconocía a fulano o a zutano por como gritaban mientras tiraban. Me acuerdo que uno gritaba como si lo estuvieran matando, otro que se llamaba Faber decía muchas palabrotas y otro ahí que se llamaba Asdrúbal hacía como si se estuviera ahogando. Para mí todos eran iguales, todos sin excepción me daban asco. Y lo peor es que mi mamá siempre olía a ellos.

Hizo una pausa, y pidió un whisky doble. Su historia me era apasionante, cargada de dolor y desgracias tal como a mis lectores y a mí nos fascina. Sabía que ella sufría al contármela, que con cada palabra que le salía era como si una parte de su piel se arrancara de ella, y a mí poco me importó por el momento. Sólo quería vender impresa el alma rota de Sandy, ufanarme de mi reconocimiento como buen periodista utilizando sus miserias a mi beneficio.

Un viejo que seguramente le inspiraba más lástima que cualquier otra cosa, se presentó en el bar y ella lo recibió. Me aseguró que con ese no eran sino babas y masajes, y que en menos de media hora estaba de vuelta.

Fumé cinco cigarrillos, bebí otras tres cervezas, y flirteé con dos putas quizás más heridas y con sus almas más podridas que la de Sandy. En veinticinco minutos ya ella regresaba y se preparaba para continuar su confesión con la que no lograría más que despertar sus fantasmas y desplegar a viva voz todo su odio.

—Te sigo contando, bebé. Mi mamá vivía en función de esos perros. Pero con el que sí se amañó fue con Ricardo. No era un man feo, pero para mí es el tipo más horrible que hay. Desde que me empezaron a crecer las teticas, él me tocaba y me decía que dentro de poquito iba a sentir calorcitos y que él me iba a ayudar con eso; me decía que no me asustara, que eso no dolía; me decía que yo le gustaba, y que me convirtiera en su noviecita; pero que no le dijera nada a mi mamá, porque él se iba a poner bravo y me iba a matar. Una noche, como que no quedó satisfecho con mi mamá, y se me metió al cuarto. Me hizo todo lo que quiso. Yo no sé si sería por boba que no grité, no lloré, no me defendí, no pedí ayuda, no hice nada. Él era fuerte, y a mi me daba mucho miedo que me fuera a pegar en la cara. Me dolió tanto, y el malparido no sabía donde ponerse de la dicha. Pasé días que no comí, pasaba vomitando porque mi cuerpo olía a él. No aguanté ni una semana más en esa casa. Me largué y dejé a mi mama sola con sus manes. Eso fue hace ya diez años.

Yo le puse una mano en el hombro, y hasta quise abrazarla. Me sentí miserable por ser hombre y por mis intenciones oportunistas.

—Quiero que anotes lo que te voy a decir tal cual, ¿oíste? —me dijo con una enigmática sonrisa mientras se secaba las lágrimas. Luego miró a la entrada, donde divisó a un hombre de mi edad, sólo que su barriga y una barba mal cuidada le sumaban diez años en apariencia—. Yo me metí de puta en este bar por dos cosas: la primera es porque quería quitarme el olor que Ricardo me dejó, pero que no se me quita con ninguno. Y la segunda: porque todos estos años he estado esperando un golpe de suerte.

—¿Un golpe de suerte? —exclamé.

—Quédate media hora más.

—¿Tienes algo más para contarme?

—El domingo todo el mundo va a querer leer tu crónica, mi hermoso. Te lo juro.

Con los ánimos por las nubes, esperé la media hora sin vacilar. Pero la emoción fue disminuyendo cuando después de cuarenta minutos, Sandy no regresaba.

—¡Maldita sea! —grité, sintiéndome el hombre más estúpido al creer en la palabra de una mujer acostumbrada a regar promesas falsas de amor y a fingir orgasmos.

Una de sus compañeras, quizá la más veterana del sitio, la cual se apodaba Charlotte, se me acercó notándose en su mirada las ansias de vaciar mis bolsillos.

—¿Has visto a Sandy? —le pregunté.

—Ella está con un cliente viejo y muy especial —respondió la experimentada mujer—. Hacía años que no venía por acá.

—¿Un cliente viejo y especial?

—Sí, querido —asintió ella con una sonrisa que seguramente era producida por sus recuerdos con ese cliente—. Él se llama Ricardo, y siempre ha exigido que lo atiendan como a un rey.

De repente, un escalofrío me anunció lo que sucedía, y unos gritos de horror se mezclaron con la música techno. Levanté la vista, y vi a mi personaje de la semana acercándose con una gran sonrisa en su rostro. Llevaba una expresión de infinita paz, y con un pañuelo intentaba limpiar la sangre de su vestido y del cuchillo que portaba en sus manos.

—Al fin, ya se me quitó el olor, mi hermoso —me dijo, mientras se sentaba en la barra. Pidió otro whisky doble, y encendió un cigarrillo en espera de su captura.

sábado, 5 de diciembre de 2009

NIVEL 7




Rodrigo fue a la casa de su amigo Diego, como era costumbre los sábados en la tarde, en los que la excusa para salir no es más que decir “no hay nada qué hacer”, frase que raya en el vocabulario de muchos jóvenes como una manía, entre esos Rodrigo, un chico con una gran lista de objetivos en la vida, como tatuarse un dragón en la espalda para hacer sufrir a sus padres, poder acostarse algún día con la vecina que le doblaba en edad, hacerse un piercing en el glande por simple curiosidad sexual, probar la marihuana, estar en una fiesta electrónica con David Guetta, comprarse una chaqueta que su papá no estaba en condiciones de costearle, patearle los testículos al rector del colegio, aprender a echar madrazos en todos los idiomas y morir de una forma interesante como en una explosión nuclear o en un tiroteo abrazado a una AK-47.

Diego recibió a su amigo después de una tanda de veinte toques continuos a la puerta. La habitación olía a medias después de diez posturas, a gel para el pelo, a colonia, a la mierda del hámster que soportaba insanas condiciones de vida en una jaula de veinte por treinta centímetros, a comida y a otras cosas que alguien obsesionado por la asepsia no estaría dispuesto a soportar por nada del mundo. Y es que Diego no tenía ánimos ni para recoger sus calzoncillos; las únicas funciones de su existencia eran alimentar a su hámster y hablar con su amigo los sábados en la tarde en los que no hay nada qué hacer.

—¡Marica, te tengo la última! —exclamó Rodrigo, tirándose de un salto con todo el peso de sus nalgas sobre el borde de la cama.

—Habla, ¿qué es? —preguntó Diego sin mayor interés.

Rodrigo sacó de una bolsa de almacén el nuevo videojuego de moda, Assasin’s Trap, un juego tan violento y sanguinario que evocaba en su dueño las recurrentes fantasías de muerte.

—¡Está la putería! —gritó el emocionado chico, y empezó a jugar en la consola de Diego, quien sin emoción logró pasar el primer nivel.

—Suerte de principiante, maricón —protestó Rodrigo—. Yo duré un día para poder pasarme esa mierda.

—Y me paso el segundo —anunció Diego con la primera sonrisa del día dibujada en su rostro.

Con el escepticismo de su amigo en que pudiera lograr tal hazaña, después de dos muertes, lo logró.

Al ver la creciente afición de Diego al nuevo juego, Rodrigo se fue a su casa dejando en la consola de su amigo una verdadera trampa mortal, sin que el título del juego no fuera lo más relevante en este caso.

Después de medianoche, con un sándwich mosqueado al lado, Diego llegó al nivel 7. Sabía de memoria los parlamentos de los videos que hacían de transición entre escenarios, aunque sólo textualmente pues de inglés no sabía sino los colores y “what is your name? My name is Diego”. Su avatar se había apoderado de una poderosa artillería con la que mataba a sus enemigos mutantes de formas retorcidas y macabramente ingeniosas.

El hámster tenía hambre, y no lo manifestaba de ninguna forma; la madre de Diego era por momentos una máquina de ruidos indescifrables en la puerta; bañarse y dormir ya no era algo significativo en su rutina, pues no había tiempo que perder cuando se trataba de aniquilar a un reptil mutante de dos poderosas colas azotadoras y seis cabezas con mandíbulas cargadas de veneno.

Buscó botellas de plástico vacías, y para no perder tiempo en ir al baño orinaba en ellas sin dejar de ver al televisor y sin importar que el chorro no atinara siempre.

Pasaron tres días. El hámster, que antes comía para cagar, ahora cagaba para comer; la máquina de ruidos aparecía cada vez con menos frecuencia; el monstruo de seis cabezas pasó a ser el personaje virtual más maldecido de la historia; el sándwich era un despojo de materia marrón a su lado con larvas de moscas criándose cómodamente entre el jamón y la mayonesa. Cualquier cosa que le quitara tiempo en su repetitiva lucha para pasar del nivel 7 no era opción en su vida.

Llegó el siguiente sábado en la tarde en que no hay nada qué hacer, y Rodrigo llegó a casa de su amigo por el juego que ya extrañaba. Cuando entró en la habitación, olía a tantas cosas que ni la persona más obsesiva con la asepsia ni el más cochino soportarían jamás. El hámster yacía muerto en una esquina de la jaula; la máquina de ruidos se cansó de su infructífera función y se pintaba las uñas de los pies en la sala; el sándwich era todo un ecosistema; y Diego miraba hacia el televisor con su avatar haciendo nada de pie en la pantalla, ¡ya en el nivel 8!

—¡Mierda! ¡Pero si pasaste el nivel 7 que es el más difícil! —gritó Rodrigo impresionado.

Pero su amigo ya no podía celebrar con él. Su piel áspera y arrugada y sus globos oculares cristalizados daban a entender que murió por deshidratación

Rodrigo no lo podía creer. Más que darle a su amigo una razón para vivir, le había dado una razón para morir. Nunca creyó que lograría algo tan trascendental en su vida, pero lo hizo y sin proponérselo.

Cuando la máquina de ruidos irrumpió en la habitación y vio la escena, abrazó el cadáver de su hijo y desquitó su dolor destruyendo la consola y el único motivo de su hijo por lograr algo en la vida.

Rodrigo tuvo que robar para reponer la pérdida de Assasin’s Trap, y nunca pasó del nivel 7. Así que ese propósito despareció sin más de su larga lista de objetivos en la vida.

sábado, 28 de noviembre de 2009

El corazón de La Villa Soñada


El sol se posa radiante en el crepúsculo del amanecer, preparándose para irradiar su soberbia sobre este pueblo caribeño, llamado amorosamente la Villa Soñada.
Antes de que los ardores tropicales que nos acongojan empiecen a encenderse, los vendedores del centro de la Villa Soñada abren sus negocios y los informales estacionan sus carretillas peleándose las ventas, en una competencia ardua por atraer más compradores.
Los aseadores de Parques Nueva Montería, o más bien los Naranjas ya han pasado con sus escobas, sus palas y sus canastas, limpiando la inmundicia y los malolientes rastros putrefactos de una comunidad a la que le da igual que la ciudad se convierta en un basurero, que se ha acostumbrado a su pequeña mentalidad montañera, que no le ve función a los botes de basura, y que después pregunta: “¿Por qué se inundó la casa?”, “¿Por qué se tapó el canal?”, “¿Por qué hoy en día hay tantas virosis y epidemias?”, “¿Por qué el gobierno no hace nada por arreglar la situación?”. El problema no ha alcanzado dimensiones más exageradas porque unos tipos naranjas asean diariamente gran parte de nuestras porquerías, esos mismos a los que más de uno les hace mala cara cuando a final de año tocan a su puerta pidiendo un aguinaldo.
El pueblo fantasma ya se empieza a abarrotar de vivos, de gritones y agitados vivos, que empiezan a congestionar a los transeúntes exponiendo sus productos, todos sus beneficios y sus gangas.
Las personas pasan a toda prisa, en una carrera de obstáculos, esquivando al vendedor de frutas, al vendedor de tarjetitas, más adelante hace piruetas para no chocar con la vendedora de baratijas y más allá se da la vuelta para no pasar por el puesto del vendedor de pescado y su fétido inventario. La carrera termina al llegar a casa, desbordando capas de sudor, y con el alivio de haber abandonado el frenesí y el tormentoso ruido al que se expusieron.
Entre todo el gentío apretujado en las calles, los mototaxistas revoloteando por doquier, los carros disputándose la vía, el público demandando artículos al precio más cómodo, y vendedores peleándose el porvenir regateando e inventando promociones, deambulan unos seres silenciosos y sombríos sumergidos en una existencia penosa y miserable. Esos que ruegan por una moneda, y que al final del día recogen basura mosqueada y pisoteada y frutas podridas para sanar su estómago carcomido por el hombre. Esos que miran a todos lados con sus ojos tristes y adormecidos. Esos seres, de los cuales algunos de ellos, han buscado un sitio especial entre esta manigua de cemento como una ubicación estratégica para tocar la compasión de los transeúntes, exhibiendo al punto más degradado sus debilidades o sus extrañas dolencias que empeoran con la suciedad. Esos, de los cuales muchos de ellos, no se dan cuenta de si son ellos o sólo ven una película de alguien parecido, porque la droga no los deja sentar bases. Esos que pasan por debajo de un monstruo urbano de miles de cabezas que los atropella y los humilla a su paso con sus innumerables tentáculos esparciéndose por cuanta calle y carrera hay.
También hay unas criaturas pequeñas que andan encorvadas y con sus cuerpos morenos ya sea por el exceso de sol o el exceso de mugre, con sus extremidades lánguidas y llenas de granos purulentos. Esos mismos que cercenaron sus ilusiones de una niñez de colegio, una tarde de juegos y helado en el parque, y de un Niño Dios con regalos el 24 de diciembre. Esos de los que no nos confiamos —y no me excluyo— porque sospechamos que aprovechándose de su desvalida imagen infantil podrán robarnos en cualquier momento. Esos que llegan pidiendo una limosna tratando de ponernos casi a las malas un sticker de la bandera tricolor o de una carita feliz en el pecho, que andan en juntillas, vestidos con harapos y con el concreto achicharrándoles las plantas de sus pies desnudos. Esos pequeños que no tienen opción de nada más que vagar mendigando miserias para llevar a una casucha donde no hay el significado de la intimidad; donde no cabe toda la familia acostada; liderada por un par de adultos egoístas, que no contentos con aguantar hambre ellos solos, se desquitaron con el mundo a cuatro, cinco o seis pequeños, quienes en un futuro harán aguantar hambre a más pequeños.
A la altura de la calle 36 se divisan unas edificaciones de dos o tres pisos, con el polvo y la humedad deshaciendo la pintura y consumiendo las paredes. Allí unos letreros presentan esos edificios como “Residencias”, y es donde amparadas por la pobre iluminación natural mujeres de todas las edades se venden a sí mismas en un servicio contrarreloj, acostumbradas a perder sus pudores y energías una y otra vez en unas camas pestilentes en las que reposa como un repugnante recuerdo el hedor de cada uno de sus clientes. Ahí mismo hombres se juntan con otros hombres, corriendo en busca de otras habitaciones, ocultándose por unos minutos de un mundo que con tanto ahínco los rechaza.
Cualquiera de nosotros, los ciudadanos comunes, que vamos al centro a comprar ya sean víveres, ropa, CD’s piratas, utensilios de cocina, baratijas o cualquier cosa de entre todo lo que ahí se ofrece, recorremos ese lugar con prevención; pero en realidad ajenos a todo lo que sucede a escasos metros de nuestro recorrido; ignorantes de historias paralelas a nosotros, que de día o de noche confluyen a ese sitio donde el gentío y el frenesí se hace cómplice del anonimato; un punto en el corazón de la Villa Soñada, que para quien vive la parte negra de ese corazón, ésta no será nunca la villa de sus sueños.

La Dama de Blanco

Mi mente se hallaba turbia y mi mirada borrosa. Desperté de un sueño tan profundo del que creí no regresar nunca. Y mientras mi cerebro volvía completamente en sí, disfruté de unos gloriosos instantes de vacío mental. Luego el sufrimiento retornó, y me incorporé en la cama con dificultad. Mi cuerpo endeble adolecía por la rigidez del colchón.
Cuando de mis ojos desapareció la nebulosidad que de mi sueño se conservaba, la pálida luz blanca de la lámpara penetró en mis pupilas llevando hasta ellas la imagen de siempre: la habitación fría y sobria donde mi vida se marchita sin colores, sabores ni afectos, excepto por la Dama de Blanco.
La llamo así porque nunca supe su nombre ni tampoco tengo idea alguna de su edad. De saberlo la hubiera categorizado como una más entre los mortales. Ella era más bien un ser de otro mundo, con la belleza que ningún humano posee.
La Dama de Blanco siempre aparecía cuando mi cabeza se encontraba a punto de colapsar en un torrente de tristeza y en mi mente se agolpaban los pensamientos más retorcidos y abominables. Luciendo su impecable vestido blanco y dibujando en su rostro una sonrisa discreta, me ofrecía agua y pastillas, obsequio con el que me hacía sentir bien. Y más que las pastillas, lo que lograba dormir el siniestro monstruo que vive dentro de mí, era su encanto resplandeciente, su belleza que me aturdía y su feminidad tan inusitada.
Me enamoré de ella de una forma que pocos podrían sentir, y menos si son criaturas anidadas en la sociedad del común sumida en las más bajas perversiones y supeditada a toda clase de desmanes. No es un amor concupiscente, eso es repulsivo. Lo que siento por ella es algo tan hondo y complejo que ni mil líneas me alcanzarían para explicarlo.
—Hola, Rubén –me dijo un día con esa voz tenue y aguda que reflejaba su lado más tierno-. Tome sus medicinas –y se acercó a mí con la bandeja en la cual portaba un vaso con agua y las pastillas que aliviaban mis tormentosas ansiedades.
En esa ocasión ya había planeado expresarle todo mi amor, y aunque no supiera ni un carajo de cómo se conquista a una mujer, sabía por las telenovelas que veía con mi difunta abuela que los amantes, sin mediar palabra, se besaban comunicándose de esa manera sus sentimientos. Así que después de arrojar la bandeja, la tomé en mis brazos, y puse mis labios sobre los suyos con la pasión más intensa y sublime que pudiese fluir de mí. Sin embargo, algo debió salir mal, puesto que la Dama de Blanco me abofeteó y se marchó corriendo para nunca volver. De ella sólo me queda el sabor de sus labios tan espléndido como la ambrosía de los dioses.
Ahora quien aparece es una mujer que se viste igual que ella, que por más que lo intente jamás podrá imitarla ni comparársele en belleza.
Yo continúo en este ocaso existencial, saboreando mis labios bendecidos por el elixir que probaron alguna vez. Esa sensación nunca se borrará aunque el tiempo pase ajando mis carnes y mi desmedrado corazón, respirando taciturno el frío que anticipa el fin de mis días.

Evolución

Cuando nací era como ustedes, y como la mayoría de quienes habitan este mundo. Se puede decir que era normal; dos ojos en la cabeza; un brazo a cada lado; un par de piernas con sus respectivos pies; veinte dedos, ni uno más ni uno menos. Yo era un ser humano como cualquiera, no sé si bonito o feo, pero con todo en el lugar donde lo tienen los demás y en unas proporciones estándar. Pero por algo que sólo ahora he podido entender, me miraba al espejo y veía un engendro.
Me aterraba verme desnudo, me sentía en una masa corpórea de la cual quería salir. Lloré mucho tratando de comprender, sentía que sobraba algo en mí, algo con lo que no quería cargar.
—¡Vieja bruja! ¡¿Por qué me hiciste así?! —le reclamé hasta el cansancio a mi madre.
La pobre estúpida no entendía mis lamentos. Y como una imagen vale más que mil palabras, todo se le aclaró cuando vio la escena que más le espantó en su vida, la que nunca la dejó dormir de nuevo en paz. Fue en el frigorífico de la carnicería de mi papá, ahí quedaron desparramadas muchas lágrimas, sangre y la cena de mi mamá convertida en un charco amarillento con partículas rosadas de lo que una vez fue comida.
Siempre veía como mi padre despedazaba trozos de animales a fuerza bruta. Se veía muy sencillo, y pensé que no necesitaba de un cirujano para hacer lo que quería hacer.
Un día mi viejo salió, y me dejó a cargo de la carnicería. Tenía diecisiete años, y él se empeñaba en que debía ayudarle en el negocio “como todo un varón”. ¡Qué idiota el viejo! Realmente aproveché fue para ayudarme a mí mismo.
Rebusqué en un cajón lo que me pudiera servir. Y mis ojos destellaron ante el hacha más filosa que tenía mi padre. Luego entré en el frigorífico.
Mis huesos se helaron, y entre el blanco que me rodeaba pendían deformes figuras rojizas manando un olor hermoso, un olor excitante, el olor a la muerte. Me desnudé, y esperé que mi cuerpo fuese bajando su temperatura.
Mi aliento formaba como una nube, y me entretuve por unos momentos haciendo nubecitas. Eran formas alargadas, débiles en el aire. Unas se parecían a mí, a la espantosa cosa que veía en el espejo.
Me empezaron a doler los músculos; me temblaba la quijada; y mi sangre circulaba con dolor en mí, como cristales empujándose y lastimando mis venas. Supe que no podía esperar más.
Me acosté, y tomé el hacha. Vi cómo relucía amenazante con su bello resplandor plateado. Esa hacha había desmembrado cientos de animales. Yo era el siguiente.
Levanté el hacha. Y sin dudarlo ni un solo instante, la lancé hacia mi brazo izquierdo un poco más arriba del codo.
El filo penetró mi carne, y se chocó con el hueso.
—¡Mierda!
No le había dado con toda la fuerza. La sangre empezó a salir de la herida, y cuando retiré el hacha vi mi carne púrpura abierta como una boca desfigurada.
Lancé otro hachazo, y oí un crac. El hueso se partió, y mi brazo se arrancó. La sangre se esparció por el suelo, y una buena parte me salpicó la cara. Mi lengua probó mi propio sabor, y era suave. Me alimenté un poco conmigo mismo.
Vi mi brazo. Aún quedaba unido a mi cuerpo por unas tirillas de piel. Tiré de él, y mi piel se desprendió con facilidad.
Al ver el brazo a un metro de mí, sentí un alivio. Sé que ustedes no me pueden entender, pero si estuvieran en mi lugar hubieran hecho lo mismo. Es horrible verse como uno no se quiere ver, es horrible vivir viéndose con adiciones que no se quiere aceptar, es horrible verse en un cuerpo que se desprecia.
Me fui relajando, mi sabor se iba perdiendo, el blanco en el lugar se hacía negro.
De repente, el llanto de mi madre y los gritos de mi padre me taladraron el cerebro. Unos tipos a los que nunca recordaré me agarraron, y se preguntaron cómo alguien tenía la sangre fría y las güevas para mutilarse a sí mismo. ¡Sí, hijueputas, yo las tuve! Y las seguí teniendo bien puestas mientras seguí mejorando mi cuerpo con el paso de los años.
Ahora me miro al espejo, y veo lo que siempre quise ver. A veces reniego de mis ojos, pero los necesito para ver, ver lo que soy ahora. El horror hacia mí mismo desapareció. No necesito piernas para caminar, no necesito una lengua para hablar sandeces, no necesito de unas orejas que sólo afeaban mi cara, no necesito de un pene que me incite a porquerías mundanas. Sólo me queda el brazo derecho, y es porque no puedo quitármelo; además sé que lo necesito para comer, rascarme y limpiarme el culo. Ahora soy lo que siempre quise ser, ahora soy perfecto, soy la evolución de la especie.