
Rodrigo fue a la casa de su amigo Diego, como era costumbre los sábados en la tarde, en los que la excusa para salir no es más que decir “no hay nada qué hacer”, frase que raya en el vocabulario de muchos jóvenes como una manía, entre esos Rodrigo, un chico con una gran lista de objetivos en la vida, como tatuarse un dragón en la espalda para hacer sufrir a sus padres, poder acostarse algún día con la vecina que le doblaba en edad, hacerse un piercing en el glande por simple curiosidad sexual, probar la marihuana, estar en una fiesta electrónica con David Guetta, comprarse una chaqueta que su papá no estaba en condiciones de costearle, patearle los testículos al rector del colegio, aprender a echar madrazos en todos los idiomas y morir de una forma interesante como en una explosión nuclear o en un tiroteo abrazado a una AK-47.
Diego recibió a su amigo después de una tanda de veinte toques continuos a la puerta. La habitación olía a medias después de diez posturas, a gel para el pelo, a colonia, a la mierda del hámster que soportaba insanas condiciones de vida en una jaula de veinte por treinta centímetros, a comida y a otras cosas que alguien obsesionado por la asepsia no estaría dispuesto a soportar por nada del mundo. Y es que Diego no tenía ánimos ni para recoger sus calzoncillos; las únicas funciones de su existencia eran alimentar a su hámster y hablar con su amigo los sábados en la tarde en los que no hay nada qué hacer.
—¡Marica, te tengo la última! —exclamó Rodrigo, tirándose de un salto con todo el peso de sus nalgas sobre el borde de la cama.
—Habla, ¿qué es? —preguntó Diego sin mayor interés.
Rodrigo sacó de una bolsa de almacén el nuevo videojuego de moda, Assasin’s Trap, un juego tan violento y sanguinario que evocaba en su dueño las recurrentes fantasías de muerte.
—¡Está la putería! —gritó el emocionado chico, y empezó a jugar en la consola de Diego, quien sin emoción logró pasar el primer nivel.
—Suerte de principiante, maricón —protestó Rodrigo—. Yo duré un día para poder pasarme esa mierda.
—Y me paso el segundo —anunció Diego con la primera sonrisa del día dibujada en su rostro.
Con el escepticismo de su amigo en que pudiera lograr tal hazaña, después de dos muertes, lo logró.
Al ver la creciente afición de Diego al nuevo juego, Rodrigo se fue a su casa dejando en la consola de su amigo una verdadera trampa mortal, sin que el título del juego no fuera lo más relevante en este caso.
Después de medianoche, con un sándwich mosqueado al lado, Diego llegó al nivel 7. Sabía de memoria los parlamentos de los videos que hacían de transición entre escenarios, aunque sólo textualmente pues de inglés no sabía sino los colores y “what is your name? My name is Diego”. Su avatar se había apoderado de una poderosa artillería con la que mataba a sus enemigos mutantes de formas retorcidas y macabramente ingeniosas.
El hámster tenía hambre, y no lo manifestaba de ninguna forma; la madre de Diego era por momentos una máquina de ruidos indescifrables en la puerta; bañarse y dormir ya no era algo significativo en su rutina, pues no había tiempo que perder cuando se trataba de aniquilar a un reptil mutante de dos poderosas colas azotadoras y seis cabezas con mandíbulas cargadas de veneno.
Buscó botellas de plástico vacías, y para no perder tiempo en ir al baño orinaba en ellas sin dejar de ver al televisor y sin importar que el chorro no atinara siempre.
Pasaron tres días. El hámster, que antes comía para cagar, ahora cagaba para comer; la máquina de ruidos aparecía cada vez con menos frecuencia; el monstruo de seis cabezas pasó a ser el personaje virtual más maldecido de la historia; el sándwich era un despojo de materia marrón a su lado con larvas de moscas criándose cómodamente entre el jamón y la mayonesa. Cualquier cosa que le quitara tiempo en su repetitiva lucha para pasar del nivel 7 no era opción en su vida.
Llegó el siguiente sábado en la tarde en que no hay nada qué hacer, y Rodrigo llegó a casa de su amigo por el juego que ya extrañaba. Cuando entró en la habitación, olía a tantas cosas que ni la persona más obsesiva con la asepsia ni el más cochino soportarían jamás. El hámster yacía muerto en una esquina de la jaula; la máquina de ruidos se cansó de su infructífera función y se pintaba las uñas de los pies en la sala; el sándwich era todo un ecosistema; y Diego miraba hacia el televisor con su avatar haciendo nada de pie en la pantalla, ¡ya en el nivel 8!
—¡Mierda! ¡Pero si pasaste el nivel 7 que es el más difícil! —gritó Rodrigo impresionado.
Pero su amigo ya no podía celebrar con él. Su piel áspera y arrugada y sus globos oculares cristalizados daban a entender que murió por deshidratación
Rodrigo no lo podía creer. Más que darle a su amigo una razón para vivir, le había dado una razón para morir. Nunca creyó que lograría algo tan trascendental en su vida, pero lo hizo y sin proponérselo.
Cuando la máquina de ruidos irrumpió en la habitación y vio la escena, abrazó el cadáver de su hijo y desquitó su dolor destruyendo la consola y el único motivo de su hijo por lograr algo en la vida.
Rodrigo tuvo que robar para reponer la pérdida de Assasin’s Trap, y nunca pasó del nivel 7. Así que ese propósito despareció sin más de su larga lista de objetivos en la vida.
Diego recibió a su amigo después de una tanda de veinte toques continuos a la puerta. La habitación olía a medias después de diez posturas, a gel para el pelo, a colonia, a la mierda del hámster que soportaba insanas condiciones de vida en una jaula de veinte por treinta centímetros, a comida y a otras cosas que alguien obsesionado por la asepsia no estaría dispuesto a soportar por nada del mundo. Y es que Diego no tenía ánimos ni para recoger sus calzoncillos; las únicas funciones de su existencia eran alimentar a su hámster y hablar con su amigo los sábados en la tarde en los que no hay nada qué hacer.
—¡Marica, te tengo la última! —exclamó Rodrigo, tirándose de un salto con todo el peso de sus nalgas sobre el borde de la cama.
—Habla, ¿qué es? —preguntó Diego sin mayor interés.
Rodrigo sacó de una bolsa de almacén el nuevo videojuego de moda, Assasin’s Trap, un juego tan violento y sanguinario que evocaba en su dueño las recurrentes fantasías de muerte.
—¡Está la putería! —gritó el emocionado chico, y empezó a jugar en la consola de Diego, quien sin emoción logró pasar el primer nivel.
—Suerte de principiante, maricón —protestó Rodrigo—. Yo duré un día para poder pasarme esa mierda.
—Y me paso el segundo —anunció Diego con la primera sonrisa del día dibujada en su rostro.
Con el escepticismo de su amigo en que pudiera lograr tal hazaña, después de dos muertes, lo logró.
Al ver la creciente afición de Diego al nuevo juego, Rodrigo se fue a su casa dejando en la consola de su amigo una verdadera trampa mortal, sin que el título del juego no fuera lo más relevante en este caso.
Después de medianoche, con un sándwich mosqueado al lado, Diego llegó al nivel 7. Sabía de memoria los parlamentos de los videos que hacían de transición entre escenarios, aunque sólo textualmente pues de inglés no sabía sino los colores y “what is your name? My name is Diego”. Su avatar se había apoderado de una poderosa artillería con la que mataba a sus enemigos mutantes de formas retorcidas y macabramente ingeniosas.
El hámster tenía hambre, y no lo manifestaba de ninguna forma; la madre de Diego era por momentos una máquina de ruidos indescifrables en la puerta; bañarse y dormir ya no era algo significativo en su rutina, pues no había tiempo que perder cuando se trataba de aniquilar a un reptil mutante de dos poderosas colas azotadoras y seis cabezas con mandíbulas cargadas de veneno.
Buscó botellas de plástico vacías, y para no perder tiempo en ir al baño orinaba en ellas sin dejar de ver al televisor y sin importar que el chorro no atinara siempre.
Pasaron tres días. El hámster, que antes comía para cagar, ahora cagaba para comer; la máquina de ruidos aparecía cada vez con menos frecuencia; el monstruo de seis cabezas pasó a ser el personaje virtual más maldecido de la historia; el sándwich era un despojo de materia marrón a su lado con larvas de moscas criándose cómodamente entre el jamón y la mayonesa. Cualquier cosa que le quitara tiempo en su repetitiva lucha para pasar del nivel 7 no era opción en su vida.
Llegó el siguiente sábado en la tarde en que no hay nada qué hacer, y Rodrigo llegó a casa de su amigo por el juego que ya extrañaba. Cuando entró en la habitación, olía a tantas cosas que ni la persona más obsesiva con la asepsia ni el más cochino soportarían jamás. El hámster yacía muerto en una esquina de la jaula; la máquina de ruidos se cansó de su infructífera función y se pintaba las uñas de los pies en la sala; el sándwich era todo un ecosistema; y Diego miraba hacia el televisor con su avatar haciendo nada de pie en la pantalla, ¡ya en el nivel 8!
—¡Mierda! ¡Pero si pasaste el nivel 7 que es el más difícil! —gritó Rodrigo impresionado.
Pero su amigo ya no podía celebrar con él. Su piel áspera y arrugada y sus globos oculares cristalizados daban a entender que murió por deshidratación
Rodrigo no lo podía creer. Más que darle a su amigo una razón para vivir, le había dado una razón para morir. Nunca creyó que lograría algo tan trascendental en su vida, pero lo hizo y sin proponérselo.
Cuando la máquina de ruidos irrumpió en la habitación y vio la escena, abrazó el cadáver de su hijo y desquitó su dolor destruyendo la consola y el único motivo de su hijo por lograr algo en la vida.
Rodrigo tuvo que robar para reponer la pérdida de Assasin’s Trap, y nunca pasó del nivel 7. Así que ese propósito despareció sin más de su larga lista de objetivos en la vida.


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