Mi mente se hallaba turbia y mi mirada borrosa. Desperté de un sueño tan profundo del que creí no regresar nunca. Y mientras mi cerebro volvía completamente en sí, disfruté de unos gloriosos instantes de vacío mental. Luego el sufrimiento retornó, y me incorporé en la cama con dificultad. Mi cuerpo endeble adolecía por la rigidez del colchón.Cuando de mis ojos desapareció la nebulosidad que de mi sueño se conservaba, la pálida luz blanca de la lámpara penetró en mis pupilas llevando hasta ellas la imagen de siempre: la habitación fría y sobria donde mi vida se marchita sin colores, sabores ni afectos, excepto por la Dama de Blanco.
La llamo así porque nunca supe su nombre ni tampoco tengo idea alguna de su edad. De saberlo la hubiera categorizado como una más entre los mortales. Ella era más bien un ser de otro mundo, con la belleza que ningún humano posee.
La Dama de Blanco siempre aparecía cuando mi cabeza se encontraba a punto de colapsar en un torrente de tristeza y en mi mente se agolpaban los pensamientos más retorcidos y abominables. Luciendo su impecable vestido blanco y dibujando en su rostro una sonrisa discreta, me ofrecía agua y pastillas, obsequio con el que me hacía sentir bien. Y más que las pastillas, lo que lograba dormir el siniestro monstruo que vive dentro de mí, era su encanto resplandeciente, su belleza que me aturdía y su feminidad tan inusitada.
Me enamoré de ella de una forma que pocos podrían sentir, y menos si son criaturas anidadas en la sociedad del común sumida en las más bajas perversiones y supeditada a toda clase de desmanes. No es un amor concupiscente, eso es repulsivo. Lo que siento por ella es algo tan hondo y complejo que ni mil líneas me alcanzarían para explicarlo.
—Hola, Rubén –me dijo un día con esa voz tenue y aguda que reflejaba su lado más tierno-. Tome sus medicinas –y se acercó a mí con la bandeja en la cual portaba un vaso con agua y las pastillas que aliviaban mis tormentosas ansiedades.
En esa ocasión ya había planeado expresarle todo mi amor, y aunque no supiera ni un carajo de cómo se conquista a una mujer, sabía por las telenovelas que veía con mi difunta abuela que los amantes, sin mediar palabra, se besaban comunicándose de esa manera sus sentimientos. Así que después de arrojar la bandeja, la tomé en mis brazos, y puse mis labios sobre los suyos con la pasión más intensa y sublime que pudiese fluir de mí. Sin embargo, algo debió salir mal, puesto que la Dama de Blanco me abofeteó y se marchó corriendo para nunca volver. De ella sólo me queda el sabor de sus labios tan espléndido como la ambrosía de los dioses.
Ahora quien aparece es una mujer que se viste igual que ella, que por más que lo intente jamás podrá imitarla ni comparársele en belleza.
Yo continúo en este ocaso existencial, saboreando mis labios bendecidos por el elixir que probaron alguna vez. Esa sensación nunca se borrará aunque el tiempo pase ajando mis carnes y mi desmedrado corazón, respirando taciturno el frío que anticipa el fin de mis días.


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