domingo, 15 de agosto de 2010

BUKOWSKI




Hoy hace 90 años nació el creador de una obra transgresora y despiadadamente sublime: Charles Bukowski, errante, bebedor compulsivo, esclavo de la soledad, renuente a las estructuras comunes de la vida en sociedad, y quien palpó los suelos más profundos de la miseria humana para lograr un estilo único.

He querido darle este espacio como un pequeño homenaje a su vida y a su obra.





Poema para jefes de personal

Un viejo me pidió un cigarrillo
y saqué dos con cuidado.
“Vengo de buscar trabajo. Voy a esperar
al sol y fumar”.

Raído y rabioso
se recostaba contra la muerte.
Era un día frío, por cierto, y los camiones
cargados y pesados como putas viejas
embarullaban y enmarañaban las calles…

Nos hundimos como tablas de un suelo podrido
mientras el mundo lucha por desbloquear
la estructura que le atenaza el cerebro.
(Dios es un local vacío donde no hay filetes).

Somos pájaros agonizantes
barcos que se hunden…
el mundo nos sacude y nos aplasta
y nosotros
sacamos los brazos
sacamos las piernas
bajo el beso mortal de un ciempiés:
pero ellos nos dan amables palmaditas en la espalda
y dicen que es “política” nuestro veneno.

Bueno, fumamos, él y yo, pobres hombres
mascullando pensamientos insignificantes…

No todos los caballos llegan,
y cuando veas encenderse y apagarse
las luces de las cárceles y de los hospitales,
y a los hombres manipular las banderas con tanto cuidado
como si fuesen recién nacidos,
recuerda esto:

eres un gran instrumento engullidor
con corazón y vientre, cuidadosamente planificado,
así que si coges un avión a Savannah,
coge el mejor;
o si comes pollo sobre una roca,
haz que sea un animal muy especial.
(Tú lo llamas ave; yo llamo a las aves
flores).

Y si decides matar a alguien,
haz que sea un cualquiera y no alguien;
algunos hombres están hechos de un material especial,
precioso; no mates,
si vas a hacerlo,
a un presidente o a un rey
o a un hombre que tenga un despacho…
ésos tienen alcances celestiales
actitudes ilustradas.

Si te decides,
elígenos a nosotros
que esperamos y fumamos y miramos aviesamente;
que estamos consumidos por las penas y
febriles
de subir escalas rotas.

Elígenos
Nunca fuimos niños
como sus niños.
No entendemos canciones de amor
como sus amadas.

Nuestros rostros son linóleo resquebrajado,
resquebrajado por las pisadas
fuertes, seguras, de nuestros amos.

A nosotros nos han criado con hojas de zanahoria
con semillas de sésamo y una gramática violenta;
malgastamos los días como mirlos enloquecidos
y nos entregamos al alcohol por las noches.
Nuestra leve sonrisa forzada nos cubre
como el confeti de un extraño
y ni siquiera participamos de la fiesta.

Somos una escena trazada con el
blanco pincel enfermizo de esta Época.

Fumamos, dormidos como higos en un plato.
Fumamos, tan muertos como la niebla.

Elígenos.

Un asesinato en la bañera
o algo rápido y brillante; nuestros nombres
en los periódicos.

Conocidos, por fin, un instante
para millones de ojos indiferentes, embotados de noticias
que se reservan
para parpadear y brillar sólo
ante los simples sarcasmos de taberna
de sus correctos comediantes
caprichosos y engreídos.

Conocidos, por fin, un instante
como lo serán ellos
como lo serás tú
por un hombre todo gris en un caballo todo gris
que está sentado y acaricia una espada
más larga que la noche
más larga que la doliente cresta de las montañas
más larga que todos los lamentos
que han surgido de las gargantas
y han explotado en una tierra
más nueva, menos planificada.

Fumamos y las nubes nos ignoran.
Pasa un gato y se sacude a Shakespeare
del lomo.
Sebo, sebo, vela cual cera; nuestra espina dorsal
es débil y nuestra conciencia quema
sin malicia hasta el final
lo que queda de la mecha que la vida
nos ha otorgado parcamente.

Un viejo me pidió un cigarrillo
y me contó sus problemas
y esto
fue lo que dijo:
que esta Época es un crimen
que la Piedad se ha refugiado bajo mármoles
y el Odio se ha refugiado en el
dinero.

Podía haber sido tu padre
o el mío.

Podía haber sido un obseso sexual
o un santo.

Pero fuese lo que fuese
estaba condenado
y los dos esperábamos al sol
fumando
y mirando
ociosos
quién sería
el siguiente.

martes, 27 de abril de 2010

CHARCOS VERDES


—¡La mica! ¡La mica!
Gabriela dejó sus quehaceres tirados para atender la necesidad de su madre. Subió las escaleras a toda marcha con la apestosa bacinilla en sus manos, resignada a la apestosa tarea.
Ese día, el almuerzo fue arroz quemado, carne chamuscada y un puré sin sal.
Mateo comía en silencio, tragando bocado tras bocado su disgusto por esas comidas hechas con el desgano y el estrés de su madre. Mateo tenía nueve años; y por sí mismo conoció el odio, tomando como referencia el desprecio por su abuela.
La anciana era una C esquelética cubierta por capas de pellejo gelatinoso, sus brazos y piernas eran ramificaciones tiesas y retorcidas que se desplegaban con parsimonia, con una pobre enredadera marchita que le invadía el cráneo, con los olores a orines y pomada que se habían tomado cada rincón de la casa, y lo que más enfurecía a Mateo: charcos verdes, espumosos y pegajosos charcos verdes eran el rastro que la abuela dejaba a su paso.
Esos charcos eran coleccionados a diario por los zapatos de Mateo, y para su desgracia sus pies estando desnudos siempre se los topaban.
—¡Mierda, por aquí pasó la vieja!
En ocasiones, cuando la anciana amanecía con ganas de hacerse aún más insoportable, los lugares de la casa se convertían en pistas de obstáculos. En ellas, Mateo debía agudizar su visión, y hacer todo tipo de maromas y peripecias para no caer en aquellas viscosas trampas.
Con el tiempo, los charcos verdes se habían hecho más que una travesura de la vieja; se habían convertido en un ritual. Sus pestes se apoderaron de la casa; y gradualmente poseían las vidas de Mateo y Gabriela, quienes embrujados por el inmundo rito, poco a poco perdían la cabeza y el apetito. Mateo lo pronosticaba: la vieja estaba cerca de la muerte, y se los llevaría consigo. Un escalofrío le recorría la espalda, imaginándose una eternidad en el infierno con pestilencias y charcos verdes.
Gabriela cargaba su cruz con resignación, no por deber moral como hija, ni por gratitud, ni tampoco por amor. El cuidado de la anciana fue decidido por democracia.
—¿Por qué yo? —se quejó con insistencia.
—Gabriela, tú eres la única que tiene espacio para la vieja en su casa.
Gabriela deshizo sus afectos con el resto de la familia. Por ellos, debía cuidar a su madre como ésta nunca lo hizo con ella. La vieja, en sus años mozos, se pasó la maternidad por la faja; vivió la buena vida; y luego con el divorcio, utilizó a sus hijos como mercancía. La custodia del menor por el auto… la de la niña por el apartamento…
Gabriela renegó ese trueque por toda la vida. Su madre se había deshecho de ella, y encima había obtenido un apartamento. Para su madre, parir había sido la obtención del capital para el negocio de su vida.
Y así fue. Se dio todos los lujos que quiso, se gastó todo, hasta cuando notó la vejez pasarle por encima. Mirándose al espejo supo que ya no había vuelta atrás. Era vieja, fea, débil, enferma, cacreca, sola, pobre y con un alterado organismo produciendo la sustancia verde con la que realizaba su ritual.
—¡La mica! ¡Me voy a hacer chichí!
Gabriela subía corriendo las escaleras con la mayor rapidez que podía, pero los esfínteres de la vieja le ganaban la carrera. Sus sábanas ya eran amarillentas, estaban dañadas por los inmundos ácidos de la abuela.
Ya la pestilencia era parte de esa anciana. No importaba cuantas veces se bañara y restregara, el olor siempre vivía con ella. Lo transpiraba, podría decirse que era su olor natural.
Y los charcos verdes. Gabriela los eliminaba todo el tiempo, pero como el más vil de los microbios se reproducían a montones. La vieja los daba a luz, su cuerpo no dejaba de crearlos.
Los charcos verdes, ¡qué desagradables eran! Y no había pie que se salvara de ellos.
Cuando vio nacer a uno por primera vez, Mateo no pudo evitar el regreso de su almuerzo. Realmente fueron dos almuerzos, dos cenas y un desayuno. La repugnancia lo acompañó por días. Veía los charcos verdes en todas partes, hasta en su plato.
Por un error del destino, se asomó a la puerta de esa habitación del horror. Los ojos acristalados de la anciana permanecían desorbitados, penetrando con su fría mirada. Mateo no la miraba a los ojos, creía que podía morir por eso.
La abuela, al sentir uno de sus engendros a punto de nacer, se incorporó en la cama; respiró profundo; su pecho se hinchó; las venas de sus sienes se marcaron en su cuero ajado; su garganta se contrajo produciendo un sonido grave y monstruoso, luego un rugido. Al instante de su boca salió disparado un charco verde lubricado con su saliva, que se plantó en el suelo en espera de un desdichado pie.
La vieja hizo una ligera mueca de alivio, y volvió a acostarse.
“¡Es un monstruo!” pensó Mateo, mientras su almuerzo se iba por el drenaje.
Un sábado en el que Gabriela ya había pisado el sexto charco del día, se sentó a llorar reconociendo que lo mejor para todos era que la abuela se fuera al otro mundo.
“Dios, sé que el destino de todos es morir, pero a la vieja dale un empujoncito. No le extiendas más su vida, ya ella no tiene nada por hacer en este mundo”. Oró de rodillas, compungida con humildad y fervor. Pero era claro que la abuela aún tenía una misión que cumplir, como la que tienen los mosquitos, los piojos o las cucarachas: molestar y molestar.
Mateo puso al extremo su mente de nueve años, craneando cómo matar un cuerpo que se mantuviera tan vivo a los setenta y tantos años. Pero tenía que encontrar la manera. La vieja, con sus chocheras y charcos verdes por toda la casa, los iba a enloquecer; y por como se veía, se notaba que no tenía ganas de morirse todavía.
Se hizo de noche, y la vieja se hacía más insoportable. Una vez más hizo de la cama su excusado, repetía sin cansancio el arrepentimiento de haber parido, insistía en maquillarse para atender una visita ficticia, se bañó en la sopa y los charcos verdes se reproducían por toda la habitación.
Para entrar, Gabriela daba cada paso con sigilo. Era como pasar por un campo minado.
Mateo se ofreció a llevarle los medicamentos a la anciana; y en su mente de nueve años era sabido que tomar dosis de medicamentos más altas de lo recomendado podía tener resultados letales.
El pequeño abrió la puerta de la guarida, y su nariz fue atacada por las pestes corporales de la vieja.
—Abuela, abuela.
La vieja levantó la vista; e inyectó sus ojos cristalinos sobre su nieto, quien le esquivó la mirada. Quizás con tan avanzada edad, la abuela tendría la sabiduría suficiente para reconocer la expresión de alguien que ansía matarla. “Pero, ¿cómo es la expresión de alguien que ansía matar?” se preguntó el angustiado niño. No logró hallar respuesta. El momento de reflexión fue cortado por el ataque de un charco verde, que se adhirió a su pie derecho.
—¡No!
Era una tropa completa de charcos verdes protegiendo la guarida de su madre, quien se hallaba retorciéndose entre sus propias inmundicias, reinando en su lecho.
Los charcos verdes estaban todos ubicados en posición de defensa, mientras que el intruso pasaba por encima de ellos. Mateo había pisado varios charcos verdes, pero como buen estratega contenía la respiración para soportar el asco que le producían.
Al pegarse a su enemigo, los charcos verdes deformaban sus irregulares cuerpos con un sonido viscoso y repugnante, capaz de debilitar el estómago de cualquiera que se topara con ellos. Sin embargo, las horribles criaturas no lograron derrotar a Mateo, quien dio a la monstruosa matrona la sobredosis de medicamentos.
La vieja tomó pastilla tras pastilla sin chistar. Luego Mateo salió a toda prisa de la habitación, dejando a su abuela en un letargo abrumador.
Al día siguiente, todo amaneció normal. Gabriela se levantó temprano, hizo el desayuno, y luego fue a lavar la ropa.
Cuando casi era mediodía, se extrañó de no oír el llamado de su madre. Pero suspiró aliviada de poder hacer por fin un almuerzo en paz, sin carreras contrarreloj y sin comida quemada.
Mateo estaba seguro de que la vieja ya había estirado la pata, y que se había ido al infierno a fastidiar al diablo con sus pestilencias y charcos verdes.
Era un bonito día de domingo, y se preparó para un rato de fútbol en el patio.
Por fin podía caminar descalzo, por fin podía caminar con libertad. La casa ya no era una pista de obstáculos.
Fue a bajar las escaleras, y al pisar el primer peldaño… ¡Plafff!
El sonido viscoso de nuevo.
Levantó su pie con cuidado, rogando que no fuese lo que estaba imaginando.
—¡Noooooooooo!
Un charco verde desparramado en toda la planta de su pie, el más grande y asqueroso que hubiera visto jamás.
Volteó la mirada, y una rama tiesa y retorcida le pellizcó la mejilla. Dos ojos vidriosos lo miraban fijamente, y bajo ellos se perfilaba una arrugada y pérfida sonrisa.
Habría charcos verdes para rato.

domingo, 14 de marzo de 2010

REMAINDER MEMORY


En los últimos veinte años, un grupo selecto de científicos y médicos especializados en neurología han estado desarrollando una serie de pruebas en torno a un experimento denominado Remainder Memory. El estudio se realizó en una población de mil personas, a quienes sin su consentimiento y a algunos desde su nacimiento, se les insertó un microchip en el lóbulo occipital que se extiende hasta el tálamo posterolateral derecho. Ambas zonas cerebrales son las que intervienen en la percepción del entorno, algunos procesos emocionales y la memoria visual. Las pruebas en su mayoría consisten en programar recuerdos falsos de sucesos impactantes y traumáticos de la misma forma como se reproducen los sueños, monitoreando a través de chequeos electromagnéticos el funcionamiento cerebral en este tipo de casos y el proceso consecuente. De allí se pretende seguir a la segunda fase, que es la de buscar el mecanismo para suprimir el recuerdo. El fin de este experimento es crear una sociedad feliz, eliminando traumas, fobias, ansiedades y todo tipo de trastornos relacionados con el estrés postraumático sin recurrir a métodos psiquiátricos que en muchas ocasiones causan estragos en el normal funcionamiento del cerebro.
Hace unos meses, el Centro de Estudio Mental declaró al gobierno que los experimentos contenían un alto margen de error, pues con los recuerdos programados, muchos sujetos comenzaron a suicidarse. Las autoridades estaban esclareciendo la verdad acerca de una creciente ola de suicidios en el país, más que todo de jóvenes nacidos entre los años 1988 y 1992, pero ante los medios no se dio ninguna versión al respecto. Sin embargo, hace unos días, el gobierno señaló como un acto criminal el hecho de utilizar a seres humanos para experimentos tan riesgosos. Eso fue poco antes de que los sujetos de prueba que aún seguían con vida quedaran automáticamente inertes al tiempo. Se dice que por un error técnico los microchips se apagaron, y por consiguiente los sistemas nerviosos centrales de los individuos se anularon, dejando como saldo un total de 784 personas en estado vegetativo. Las denuncias por parte de los familiares de las víctimas no se han hecho esperar, aunque aún no se han reportado capturas ni explicaciones al respecto. La gente teme que los experimentos continúen, y el gobierno no ha hecho nada por minimizar la alerta. ¿Y si ha sido así desde siempre? ¿Y si la realidad que conocemos hasta ahora ha sido programada en su totalidad? Cualquier duda tiene cabida en esta grave situación.