martes, 27 de abril de 2010

CHARCOS VERDES


—¡La mica! ¡La mica!
Gabriela dejó sus quehaceres tirados para atender la necesidad de su madre. Subió las escaleras a toda marcha con la apestosa bacinilla en sus manos, resignada a la apestosa tarea.
Ese día, el almuerzo fue arroz quemado, carne chamuscada y un puré sin sal.
Mateo comía en silencio, tragando bocado tras bocado su disgusto por esas comidas hechas con el desgano y el estrés de su madre. Mateo tenía nueve años; y por sí mismo conoció el odio, tomando como referencia el desprecio por su abuela.
La anciana era una C esquelética cubierta por capas de pellejo gelatinoso, sus brazos y piernas eran ramificaciones tiesas y retorcidas que se desplegaban con parsimonia, con una pobre enredadera marchita que le invadía el cráneo, con los olores a orines y pomada que se habían tomado cada rincón de la casa, y lo que más enfurecía a Mateo: charcos verdes, espumosos y pegajosos charcos verdes eran el rastro que la abuela dejaba a su paso.
Esos charcos eran coleccionados a diario por los zapatos de Mateo, y para su desgracia sus pies estando desnudos siempre se los topaban.
—¡Mierda, por aquí pasó la vieja!
En ocasiones, cuando la anciana amanecía con ganas de hacerse aún más insoportable, los lugares de la casa se convertían en pistas de obstáculos. En ellas, Mateo debía agudizar su visión, y hacer todo tipo de maromas y peripecias para no caer en aquellas viscosas trampas.
Con el tiempo, los charcos verdes se habían hecho más que una travesura de la vieja; se habían convertido en un ritual. Sus pestes se apoderaron de la casa; y gradualmente poseían las vidas de Mateo y Gabriela, quienes embrujados por el inmundo rito, poco a poco perdían la cabeza y el apetito. Mateo lo pronosticaba: la vieja estaba cerca de la muerte, y se los llevaría consigo. Un escalofrío le recorría la espalda, imaginándose una eternidad en el infierno con pestilencias y charcos verdes.
Gabriela cargaba su cruz con resignación, no por deber moral como hija, ni por gratitud, ni tampoco por amor. El cuidado de la anciana fue decidido por democracia.
—¿Por qué yo? —se quejó con insistencia.
—Gabriela, tú eres la única que tiene espacio para la vieja en su casa.
Gabriela deshizo sus afectos con el resto de la familia. Por ellos, debía cuidar a su madre como ésta nunca lo hizo con ella. La vieja, en sus años mozos, se pasó la maternidad por la faja; vivió la buena vida; y luego con el divorcio, utilizó a sus hijos como mercancía. La custodia del menor por el auto… la de la niña por el apartamento…
Gabriela renegó ese trueque por toda la vida. Su madre se había deshecho de ella, y encima había obtenido un apartamento. Para su madre, parir había sido la obtención del capital para el negocio de su vida.
Y así fue. Se dio todos los lujos que quiso, se gastó todo, hasta cuando notó la vejez pasarle por encima. Mirándose al espejo supo que ya no había vuelta atrás. Era vieja, fea, débil, enferma, cacreca, sola, pobre y con un alterado organismo produciendo la sustancia verde con la que realizaba su ritual.
—¡La mica! ¡Me voy a hacer chichí!
Gabriela subía corriendo las escaleras con la mayor rapidez que podía, pero los esfínteres de la vieja le ganaban la carrera. Sus sábanas ya eran amarillentas, estaban dañadas por los inmundos ácidos de la abuela.
Ya la pestilencia era parte de esa anciana. No importaba cuantas veces se bañara y restregara, el olor siempre vivía con ella. Lo transpiraba, podría decirse que era su olor natural.
Y los charcos verdes. Gabriela los eliminaba todo el tiempo, pero como el más vil de los microbios se reproducían a montones. La vieja los daba a luz, su cuerpo no dejaba de crearlos.
Los charcos verdes, ¡qué desagradables eran! Y no había pie que se salvara de ellos.
Cuando vio nacer a uno por primera vez, Mateo no pudo evitar el regreso de su almuerzo. Realmente fueron dos almuerzos, dos cenas y un desayuno. La repugnancia lo acompañó por días. Veía los charcos verdes en todas partes, hasta en su plato.
Por un error del destino, se asomó a la puerta de esa habitación del horror. Los ojos acristalados de la anciana permanecían desorbitados, penetrando con su fría mirada. Mateo no la miraba a los ojos, creía que podía morir por eso.
La abuela, al sentir uno de sus engendros a punto de nacer, se incorporó en la cama; respiró profundo; su pecho se hinchó; las venas de sus sienes se marcaron en su cuero ajado; su garganta se contrajo produciendo un sonido grave y monstruoso, luego un rugido. Al instante de su boca salió disparado un charco verde lubricado con su saliva, que se plantó en el suelo en espera de un desdichado pie.
La vieja hizo una ligera mueca de alivio, y volvió a acostarse.
“¡Es un monstruo!” pensó Mateo, mientras su almuerzo se iba por el drenaje.
Un sábado en el que Gabriela ya había pisado el sexto charco del día, se sentó a llorar reconociendo que lo mejor para todos era que la abuela se fuera al otro mundo.
“Dios, sé que el destino de todos es morir, pero a la vieja dale un empujoncito. No le extiendas más su vida, ya ella no tiene nada por hacer en este mundo”. Oró de rodillas, compungida con humildad y fervor. Pero era claro que la abuela aún tenía una misión que cumplir, como la que tienen los mosquitos, los piojos o las cucarachas: molestar y molestar.
Mateo puso al extremo su mente de nueve años, craneando cómo matar un cuerpo que se mantuviera tan vivo a los setenta y tantos años. Pero tenía que encontrar la manera. La vieja, con sus chocheras y charcos verdes por toda la casa, los iba a enloquecer; y por como se veía, se notaba que no tenía ganas de morirse todavía.
Se hizo de noche, y la vieja se hacía más insoportable. Una vez más hizo de la cama su excusado, repetía sin cansancio el arrepentimiento de haber parido, insistía en maquillarse para atender una visita ficticia, se bañó en la sopa y los charcos verdes se reproducían por toda la habitación.
Para entrar, Gabriela daba cada paso con sigilo. Era como pasar por un campo minado.
Mateo se ofreció a llevarle los medicamentos a la anciana; y en su mente de nueve años era sabido que tomar dosis de medicamentos más altas de lo recomendado podía tener resultados letales.
El pequeño abrió la puerta de la guarida, y su nariz fue atacada por las pestes corporales de la vieja.
—Abuela, abuela.
La vieja levantó la vista; e inyectó sus ojos cristalinos sobre su nieto, quien le esquivó la mirada. Quizás con tan avanzada edad, la abuela tendría la sabiduría suficiente para reconocer la expresión de alguien que ansía matarla. “Pero, ¿cómo es la expresión de alguien que ansía matar?” se preguntó el angustiado niño. No logró hallar respuesta. El momento de reflexión fue cortado por el ataque de un charco verde, que se adhirió a su pie derecho.
—¡No!
Era una tropa completa de charcos verdes protegiendo la guarida de su madre, quien se hallaba retorciéndose entre sus propias inmundicias, reinando en su lecho.
Los charcos verdes estaban todos ubicados en posición de defensa, mientras que el intruso pasaba por encima de ellos. Mateo había pisado varios charcos verdes, pero como buen estratega contenía la respiración para soportar el asco que le producían.
Al pegarse a su enemigo, los charcos verdes deformaban sus irregulares cuerpos con un sonido viscoso y repugnante, capaz de debilitar el estómago de cualquiera que se topara con ellos. Sin embargo, las horribles criaturas no lograron derrotar a Mateo, quien dio a la monstruosa matrona la sobredosis de medicamentos.
La vieja tomó pastilla tras pastilla sin chistar. Luego Mateo salió a toda prisa de la habitación, dejando a su abuela en un letargo abrumador.
Al día siguiente, todo amaneció normal. Gabriela se levantó temprano, hizo el desayuno, y luego fue a lavar la ropa.
Cuando casi era mediodía, se extrañó de no oír el llamado de su madre. Pero suspiró aliviada de poder hacer por fin un almuerzo en paz, sin carreras contrarreloj y sin comida quemada.
Mateo estaba seguro de que la vieja ya había estirado la pata, y que se había ido al infierno a fastidiar al diablo con sus pestilencias y charcos verdes.
Era un bonito día de domingo, y se preparó para un rato de fútbol en el patio.
Por fin podía caminar descalzo, por fin podía caminar con libertad. La casa ya no era una pista de obstáculos.
Fue a bajar las escaleras, y al pisar el primer peldaño… ¡Plafff!
El sonido viscoso de nuevo.
Levantó su pie con cuidado, rogando que no fuese lo que estaba imaginando.
—¡Noooooooooo!
Un charco verde desparramado en toda la planta de su pie, el más grande y asqueroso que hubiera visto jamás.
Volteó la mirada, y una rama tiesa y retorcida le pellizcó la mejilla. Dos ojos vidriosos lo miraban fijamente, y bajo ellos se perfilaba una arrugada y pérfida sonrisa.
Habría charcos verdes para rato.