domingo, 13 de diciembre de 2009

MAL AMIGO



ADVERTENCIA: El siguiente texto es producto de uno de los sueños más extraños que he tenido en mi vida. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.


Me senté en la banca, sentía mis zapatos mojados y más tarde supe porqué.

El mono se sentó en la banca conmigo. Tenía puesta una corbata de rayas azules y amarillas, pues acababa de llegar de un trabajo del que quizás nunca tendré idea. Lo que sé es que al trabajo nunca llegará tarde debido a su destreza en las ramas.

Su casa quedaba justo sobre mi cabeza. Miré arriba, y su esposa que antes conocía como su novia bajó a saludarme con un abrazo. Yo le hice un agasajo sacándole un par de piojos.

Los felicité tardíamente por su matrimonio, y es que yo había perdido contacto con mi amigo el mono durante un largo tiempo por otra razón que quizás tampoco sabré.

Un monito parecido a mi amigo resultó ser su hijo. Se me ocurrió que podría apadrinarlo para resarcir mi ingratitud.

Mi amigo me preguntó acerca de los hechos más relevantes de mi vida en los últimos meses. Todo lo sinteticé con un aireado “bien”, y nos quedamos contemplando el paisaje.

Mi amigo mono estaba cansado de su extenuante jornada de trabajo, y yo ya debía dejar de descansar. Me desperté, preguntándome porqué soy tan ingrato con mi imaginación, que se esforzó en sus horas libres en crearme un amigo al que no le pregunté su nombre. No creo que esté resentida conmigo; pero por si llego a pasar de nuevo por el árbol de mi amigo una noche, recordaré tener a la mano un presente o tan siquiera me tomaré unos minutos más de sueño para sacarle los piojos a toda la familia.

domingo, 6 de diciembre de 2009

GOLPE DE SUERTE


La vi sentada con un sutil descaro en la barra. El tocado con plumas rojas en su cabeza era la señal con la que acordamos su identificación.

Estaba ansioso por oír su historia, la que por su quebrado y débil tono de voz auguré que arrancaría lágrimas a los lectores de mis crónicas semanales. Soy Gustavo Nieto, autor de Las Voces de Quienes Callan, y mi trabajo consiste en arrancar los oscuros pasados de quienes sufren en el anonimato para llenar mis espacios en las ediciones de los domingos. No pretendo denunciar injusticias como muchos de mis colegas; sólo quiero fajarme a detallar desgracias, que es lo que a la gente le gusta y lo hago sin remordimientos de ninguna índole.

—Buenas noches —le dije a mi personaje de la semana casi al oído para asegurarme de que mi voz no se perdiera entre el infernal volumen de la música techno.

Ella me reparó como si considerara hacerme su cliente después de la entrevista, luego me estrechó la mano en un gesto de dama honorable que no le quedaba muy bien, y se presentó:

—Soy Sandy.

—Bonito nombre —dije con la certeza de que era su seudónimo, su sello comercial.

Me senté, y pedí una cerveza. Sandy encendió un cigarrillo, y antes de empezar su historia me hizo una aclaración que me dio a entender el valor que el tiempo tenía para ella.

—Te doy la entrevista, mi hermoso. Pero si llega algún man a buscarme te toca esperar.

Acepté sin condiciones, y ella dio apertura a su relato preparando su garganta con un sorbo de mi cerveza.

—Mi mamá siempre andaba con uno, andaba con el otro. No se hallaba sola. No importaba si el man era bonito, feo, chiquito, grande, gordo, flaco, blanco, negro, mono, joven o viejo, a ella todos le gustaban, con cualquiera formaba recocha. Yo apenas los veía entrar y salir de su cuarto. A veces reconocía a fulano o a zutano por como gritaban mientras tiraban. Me acuerdo que uno gritaba como si lo estuvieran matando, otro que se llamaba Faber decía muchas palabrotas y otro ahí que se llamaba Asdrúbal hacía como si se estuviera ahogando. Para mí todos eran iguales, todos sin excepción me daban asco. Y lo peor es que mi mamá siempre olía a ellos.

Hizo una pausa, y pidió un whisky doble. Su historia me era apasionante, cargada de dolor y desgracias tal como a mis lectores y a mí nos fascina. Sabía que ella sufría al contármela, que con cada palabra que le salía era como si una parte de su piel se arrancara de ella, y a mí poco me importó por el momento. Sólo quería vender impresa el alma rota de Sandy, ufanarme de mi reconocimiento como buen periodista utilizando sus miserias a mi beneficio.

Un viejo que seguramente le inspiraba más lástima que cualquier otra cosa, se presentó en el bar y ella lo recibió. Me aseguró que con ese no eran sino babas y masajes, y que en menos de media hora estaba de vuelta.

Fumé cinco cigarrillos, bebí otras tres cervezas, y flirteé con dos putas quizás más heridas y con sus almas más podridas que la de Sandy. En veinticinco minutos ya ella regresaba y se preparaba para continuar su confesión con la que no lograría más que despertar sus fantasmas y desplegar a viva voz todo su odio.

—Te sigo contando, bebé. Mi mamá vivía en función de esos perros. Pero con el que sí se amañó fue con Ricardo. No era un man feo, pero para mí es el tipo más horrible que hay. Desde que me empezaron a crecer las teticas, él me tocaba y me decía que dentro de poquito iba a sentir calorcitos y que él me iba a ayudar con eso; me decía que no me asustara, que eso no dolía; me decía que yo le gustaba, y que me convirtiera en su noviecita; pero que no le dijera nada a mi mamá, porque él se iba a poner bravo y me iba a matar. Una noche, como que no quedó satisfecho con mi mamá, y se me metió al cuarto. Me hizo todo lo que quiso. Yo no sé si sería por boba que no grité, no lloré, no me defendí, no pedí ayuda, no hice nada. Él era fuerte, y a mi me daba mucho miedo que me fuera a pegar en la cara. Me dolió tanto, y el malparido no sabía donde ponerse de la dicha. Pasé días que no comí, pasaba vomitando porque mi cuerpo olía a él. No aguanté ni una semana más en esa casa. Me largué y dejé a mi mama sola con sus manes. Eso fue hace ya diez años.

Yo le puse una mano en el hombro, y hasta quise abrazarla. Me sentí miserable por ser hombre y por mis intenciones oportunistas.

—Quiero que anotes lo que te voy a decir tal cual, ¿oíste? —me dijo con una enigmática sonrisa mientras se secaba las lágrimas. Luego miró a la entrada, donde divisó a un hombre de mi edad, sólo que su barriga y una barba mal cuidada le sumaban diez años en apariencia—. Yo me metí de puta en este bar por dos cosas: la primera es porque quería quitarme el olor que Ricardo me dejó, pero que no se me quita con ninguno. Y la segunda: porque todos estos años he estado esperando un golpe de suerte.

—¿Un golpe de suerte? —exclamé.

—Quédate media hora más.

—¿Tienes algo más para contarme?

—El domingo todo el mundo va a querer leer tu crónica, mi hermoso. Te lo juro.

Con los ánimos por las nubes, esperé la media hora sin vacilar. Pero la emoción fue disminuyendo cuando después de cuarenta minutos, Sandy no regresaba.

—¡Maldita sea! —grité, sintiéndome el hombre más estúpido al creer en la palabra de una mujer acostumbrada a regar promesas falsas de amor y a fingir orgasmos.

Una de sus compañeras, quizá la más veterana del sitio, la cual se apodaba Charlotte, se me acercó notándose en su mirada las ansias de vaciar mis bolsillos.

—¿Has visto a Sandy? —le pregunté.

—Ella está con un cliente viejo y muy especial —respondió la experimentada mujer—. Hacía años que no venía por acá.

—¿Un cliente viejo y especial?

—Sí, querido —asintió ella con una sonrisa que seguramente era producida por sus recuerdos con ese cliente—. Él se llama Ricardo, y siempre ha exigido que lo atiendan como a un rey.

De repente, un escalofrío me anunció lo que sucedía, y unos gritos de horror se mezclaron con la música techno. Levanté la vista, y vi a mi personaje de la semana acercándose con una gran sonrisa en su rostro. Llevaba una expresión de infinita paz, y con un pañuelo intentaba limpiar la sangre de su vestido y del cuchillo que portaba en sus manos.

—Al fin, ya se me quitó el olor, mi hermoso —me dijo, mientras se sentaba en la barra. Pidió otro whisky doble, y encendió un cigarrillo en espera de su captura.

sábado, 5 de diciembre de 2009

NIVEL 7




Rodrigo fue a la casa de su amigo Diego, como era costumbre los sábados en la tarde, en los que la excusa para salir no es más que decir “no hay nada qué hacer”, frase que raya en el vocabulario de muchos jóvenes como una manía, entre esos Rodrigo, un chico con una gran lista de objetivos en la vida, como tatuarse un dragón en la espalda para hacer sufrir a sus padres, poder acostarse algún día con la vecina que le doblaba en edad, hacerse un piercing en el glande por simple curiosidad sexual, probar la marihuana, estar en una fiesta electrónica con David Guetta, comprarse una chaqueta que su papá no estaba en condiciones de costearle, patearle los testículos al rector del colegio, aprender a echar madrazos en todos los idiomas y morir de una forma interesante como en una explosión nuclear o en un tiroteo abrazado a una AK-47.

Diego recibió a su amigo después de una tanda de veinte toques continuos a la puerta. La habitación olía a medias después de diez posturas, a gel para el pelo, a colonia, a la mierda del hámster que soportaba insanas condiciones de vida en una jaula de veinte por treinta centímetros, a comida y a otras cosas que alguien obsesionado por la asepsia no estaría dispuesto a soportar por nada del mundo. Y es que Diego no tenía ánimos ni para recoger sus calzoncillos; las únicas funciones de su existencia eran alimentar a su hámster y hablar con su amigo los sábados en la tarde en los que no hay nada qué hacer.

—¡Marica, te tengo la última! —exclamó Rodrigo, tirándose de un salto con todo el peso de sus nalgas sobre el borde de la cama.

—Habla, ¿qué es? —preguntó Diego sin mayor interés.

Rodrigo sacó de una bolsa de almacén el nuevo videojuego de moda, Assasin’s Trap, un juego tan violento y sanguinario que evocaba en su dueño las recurrentes fantasías de muerte.

—¡Está la putería! —gritó el emocionado chico, y empezó a jugar en la consola de Diego, quien sin emoción logró pasar el primer nivel.

—Suerte de principiante, maricón —protestó Rodrigo—. Yo duré un día para poder pasarme esa mierda.

—Y me paso el segundo —anunció Diego con la primera sonrisa del día dibujada en su rostro.

Con el escepticismo de su amigo en que pudiera lograr tal hazaña, después de dos muertes, lo logró.

Al ver la creciente afición de Diego al nuevo juego, Rodrigo se fue a su casa dejando en la consola de su amigo una verdadera trampa mortal, sin que el título del juego no fuera lo más relevante en este caso.

Después de medianoche, con un sándwich mosqueado al lado, Diego llegó al nivel 7. Sabía de memoria los parlamentos de los videos que hacían de transición entre escenarios, aunque sólo textualmente pues de inglés no sabía sino los colores y “what is your name? My name is Diego”. Su avatar se había apoderado de una poderosa artillería con la que mataba a sus enemigos mutantes de formas retorcidas y macabramente ingeniosas.

El hámster tenía hambre, y no lo manifestaba de ninguna forma; la madre de Diego era por momentos una máquina de ruidos indescifrables en la puerta; bañarse y dormir ya no era algo significativo en su rutina, pues no había tiempo que perder cuando se trataba de aniquilar a un reptil mutante de dos poderosas colas azotadoras y seis cabezas con mandíbulas cargadas de veneno.

Buscó botellas de plástico vacías, y para no perder tiempo en ir al baño orinaba en ellas sin dejar de ver al televisor y sin importar que el chorro no atinara siempre.

Pasaron tres días. El hámster, que antes comía para cagar, ahora cagaba para comer; la máquina de ruidos aparecía cada vez con menos frecuencia; el monstruo de seis cabezas pasó a ser el personaje virtual más maldecido de la historia; el sándwich era un despojo de materia marrón a su lado con larvas de moscas criándose cómodamente entre el jamón y la mayonesa. Cualquier cosa que le quitara tiempo en su repetitiva lucha para pasar del nivel 7 no era opción en su vida.

Llegó el siguiente sábado en la tarde en que no hay nada qué hacer, y Rodrigo llegó a casa de su amigo por el juego que ya extrañaba. Cuando entró en la habitación, olía a tantas cosas que ni la persona más obsesiva con la asepsia ni el más cochino soportarían jamás. El hámster yacía muerto en una esquina de la jaula; la máquina de ruidos se cansó de su infructífera función y se pintaba las uñas de los pies en la sala; el sándwich era todo un ecosistema; y Diego miraba hacia el televisor con su avatar haciendo nada de pie en la pantalla, ¡ya en el nivel 8!

—¡Mierda! ¡Pero si pasaste el nivel 7 que es el más difícil! —gritó Rodrigo impresionado.

Pero su amigo ya no podía celebrar con él. Su piel áspera y arrugada y sus globos oculares cristalizados daban a entender que murió por deshidratación

Rodrigo no lo podía creer. Más que darle a su amigo una razón para vivir, le había dado una razón para morir. Nunca creyó que lograría algo tan trascendental en su vida, pero lo hizo y sin proponérselo.

Cuando la máquina de ruidos irrumpió en la habitación y vio la escena, abrazó el cadáver de su hijo y desquitó su dolor destruyendo la consola y el único motivo de su hijo por lograr algo en la vida.

Rodrigo tuvo que robar para reponer la pérdida de Assasin’s Trap, y nunca pasó del nivel 7. Así que ese propósito despareció sin más de su larga lista de objetivos en la vida.