domingo, 6 de diciembre de 2009

GOLPE DE SUERTE


La vi sentada con un sutil descaro en la barra. El tocado con plumas rojas en su cabeza era la señal con la que acordamos su identificación.

Estaba ansioso por oír su historia, la que por su quebrado y débil tono de voz auguré que arrancaría lágrimas a los lectores de mis crónicas semanales. Soy Gustavo Nieto, autor de Las Voces de Quienes Callan, y mi trabajo consiste en arrancar los oscuros pasados de quienes sufren en el anonimato para llenar mis espacios en las ediciones de los domingos. No pretendo denunciar injusticias como muchos de mis colegas; sólo quiero fajarme a detallar desgracias, que es lo que a la gente le gusta y lo hago sin remordimientos de ninguna índole.

—Buenas noches —le dije a mi personaje de la semana casi al oído para asegurarme de que mi voz no se perdiera entre el infernal volumen de la música techno.

Ella me reparó como si considerara hacerme su cliente después de la entrevista, luego me estrechó la mano en un gesto de dama honorable que no le quedaba muy bien, y se presentó:

—Soy Sandy.

—Bonito nombre —dije con la certeza de que era su seudónimo, su sello comercial.

Me senté, y pedí una cerveza. Sandy encendió un cigarrillo, y antes de empezar su historia me hizo una aclaración que me dio a entender el valor que el tiempo tenía para ella.

—Te doy la entrevista, mi hermoso. Pero si llega algún man a buscarme te toca esperar.

Acepté sin condiciones, y ella dio apertura a su relato preparando su garganta con un sorbo de mi cerveza.

—Mi mamá siempre andaba con uno, andaba con el otro. No se hallaba sola. No importaba si el man era bonito, feo, chiquito, grande, gordo, flaco, blanco, negro, mono, joven o viejo, a ella todos le gustaban, con cualquiera formaba recocha. Yo apenas los veía entrar y salir de su cuarto. A veces reconocía a fulano o a zutano por como gritaban mientras tiraban. Me acuerdo que uno gritaba como si lo estuvieran matando, otro que se llamaba Faber decía muchas palabrotas y otro ahí que se llamaba Asdrúbal hacía como si se estuviera ahogando. Para mí todos eran iguales, todos sin excepción me daban asco. Y lo peor es que mi mamá siempre olía a ellos.

Hizo una pausa, y pidió un whisky doble. Su historia me era apasionante, cargada de dolor y desgracias tal como a mis lectores y a mí nos fascina. Sabía que ella sufría al contármela, que con cada palabra que le salía era como si una parte de su piel se arrancara de ella, y a mí poco me importó por el momento. Sólo quería vender impresa el alma rota de Sandy, ufanarme de mi reconocimiento como buen periodista utilizando sus miserias a mi beneficio.

Un viejo que seguramente le inspiraba más lástima que cualquier otra cosa, se presentó en el bar y ella lo recibió. Me aseguró que con ese no eran sino babas y masajes, y que en menos de media hora estaba de vuelta.

Fumé cinco cigarrillos, bebí otras tres cervezas, y flirteé con dos putas quizás más heridas y con sus almas más podridas que la de Sandy. En veinticinco minutos ya ella regresaba y se preparaba para continuar su confesión con la que no lograría más que despertar sus fantasmas y desplegar a viva voz todo su odio.

—Te sigo contando, bebé. Mi mamá vivía en función de esos perros. Pero con el que sí se amañó fue con Ricardo. No era un man feo, pero para mí es el tipo más horrible que hay. Desde que me empezaron a crecer las teticas, él me tocaba y me decía que dentro de poquito iba a sentir calorcitos y que él me iba a ayudar con eso; me decía que no me asustara, que eso no dolía; me decía que yo le gustaba, y que me convirtiera en su noviecita; pero que no le dijera nada a mi mamá, porque él se iba a poner bravo y me iba a matar. Una noche, como que no quedó satisfecho con mi mamá, y se me metió al cuarto. Me hizo todo lo que quiso. Yo no sé si sería por boba que no grité, no lloré, no me defendí, no pedí ayuda, no hice nada. Él era fuerte, y a mi me daba mucho miedo que me fuera a pegar en la cara. Me dolió tanto, y el malparido no sabía donde ponerse de la dicha. Pasé días que no comí, pasaba vomitando porque mi cuerpo olía a él. No aguanté ni una semana más en esa casa. Me largué y dejé a mi mama sola con sus manes. Eso fue hace ya diez años.

Yo le puse una mano en el hombro, y hasta quise abrazarla. Me sentí miserable por ser hombre y por mis intenciones oportunistas.

—Quiero que anotes lo que te voy a decir tal cual, ¿oíste? —me dijo con una enigmática sonrisa mientras se secaba las lágrimas. Luego miró a la entrada, donde divisó a un hombre de mi edad, sólo que su barriga y una barba mal cuidada le sumaban diez años en apariencia—. Yo me metí de puta en este bar por dos cosas: la primera es porque quería quitarme el olor que Ricardo me dejó, pero que no se me quita con ninguno. Y la segunda: porque todos estos años he estado esperando un golpe de suerte.

—¿Un golpe de suerte? —exclamé.

—Quédate media hora más.

—¿Tienes algo más para contarme?

—El domingo todo el mundo va a querer leer tu crónica, mi hermoso. Te lo juro.

Con los ánimos por las nubes, esperé la media hora sin vacilar. Pero la emoción fue disminuyendo cuando después de cuarenta minutos, Sandy no regresaba.

—¡Maldita sea! —grité, sintiéndome el hombre más estúpido al creer en la palabra de una mujer acostumbrada a regar promesas falsas de amor y a fingir orgasmos.

Una de sus compañeras, quizá la más veterana del sitio, la cual se apodaba Charlotte, se me acercó notándose en su mirada las ansias de vaciar mis bolsillos.

—¿Has visto a Sandy? —le pregunté.

—Ella está con un cliente viejo y muy especial —respondió la experimentada mujer—. Hacía años que no venía por acá.

—¿Un cliente viejo y especial?

—Sí, querido —asintió ella con una sonrisa que seguramente era producida por sus recuerdos con ese cliente—. Él se llama Ricardo, y siempre ha exigido que lo atiendan como a un rey.

De repente, un escalofrío me anunció lo que sucedía, y unos gritos de horror se mezclaron con la música techno. Levanté la vista, y vi a mi personaje de la semana acercándose con una gran sonrisa en su rostro. Llevaba una expresión de infinita paz, y con un pañuelo intentaba limpiar la sangre de su vestido y del cuchillo que portaba en sus manos.

—Al fin, ya se me quitó el olor, mi hermoso —me dijo, mientras se sentaba en la barra. Pidió otro whisky doble, y encendió un cigarrillo en espera de su captura.

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