sábado, 28 de noviembre de 2009

El corazón de La Villa Soñada


El sol se posa radiante en el crepúsculo del amanecer, preparándose para irradiar su soberbia sobre este pueblo caribeño, llamado amorosamente la Villa Soñada.
Antes de que los ardores tropicales que nos acongojan empiecen a encenderse, los vendedores del centro de la Villa Soñada abren sus negocios y los informales estacionan sus carretillas peleándose las ventas, en una competencia ardua por atraer más compradores.
Los aseadores de Parques Nueva Montería, o más bien los Naranjas ya han pasado con sus escobas, sus palas y sus canastas, limpiando la inmundicia y los malolientes rastros putrefactos de una comunidad a la que le da igual que la ciudad se convierta en un basurero, que se ha acostumbrado a su pequeña mentalidad montañera, que no le ve función a los botes de basura, y que después pregunta: “¿Por qué se inundó la casa?”, “¿Por qué se tapó el canal?”, “¿Por qué hoy en día hay tantas virosis y epidemias?”, “¿Por qué el gobierno no hace nada por arreglar la situación?”. El problema no ha alcanzado dimensiones más exageradas porque unos tipos naranjas asean diariamente gran parte de nuestras porquerías, esos mismos a los que más de uno les hace mala cara cuando a final de año tocan a su puerta pidiendo un aguinaldo.
El pueblo fantasma ya se empieza a abarrotar de vivos, de gritones y agitados vivos, que empiezan a congestionar a los transeúntes exponiendo sus productos, todos sus beneficios y sus gangas.
Las personas pasan a toda prisa, en una carrera de obstáculos, esquivando al vendedor de frutas, al vendedor de tarjetitas, más adelante hace piruetas para no chocar con la vendedora de baratijas y más allá se da la vuelta para no pasar por el puesto del vendedor de pescado y su fétido inventario. La carrera termina al llegar a casa, desbordando capas de sudor, y con el alivio de haber abandonado el frenesí y el tormentoso ruido al que se expusieron.
Entre todo el gentío apretujado en las calles, los mototaxistas revoloteando por doquier, los carros disputándose la vía, el público demandando artículos al precio más cómodo, y vendedores peleándose el porvenir regateando e inventando promociones, deambulan unos seres silenciosos y sombríos sumergidos en una existencia penosa y miserable. Esos que ruegan por una moneda, y que al final del día recogen basura mosqueada y pisoteada y frutas podridas para sanar su estómago carcomido por el hombre. Esos que miran a todos lados con sus ojos tristes y adormecidos. Esos seres, de los cuales algunos de ellos, han buscado un sitio especial entre esta manigua de cemento como una ubicación estratégica para tocar la compasión de los transeúntes, exhibiendo al punto más degradado sus debilidades o sus extrañas dolencias que empeoran con la suciedad. Esos, de los cuales muchos de ellos, no se dan cuenta de si son ellos o sólo ven una película de alguien parecido, porque la droga no los deja sentar bases. Esos que pasan por debajo de un monstruo urbano de miles de cabezas que los atropella y los humilla a su paso con sus innumerables tentáculos esparciéndose por cuanta calle y carrera hay.
También hay unas criaturas pequeñas que andan encorvadas y con sus cuerpos morenos ya sea por el exceso de sol o el exceso de mugre, con sus extremidades lánguidas y llenas de granos purulentos. Esos mismos que cercenaron sus ilusiones de una niñez de colegio, una tarde de juegos y helado en el parque, y de un Niño Dios con regalos el 24 de diciembre. Esos de los que no nos confiamos —y no me excluyo— porque sospechamos que aprovechándose de su desvalida imagen infantil podrán robarnos en cualquier momento. Esos que llegan pidiendo una limosna tratando de ponernos casi a las malas un sticker de la bandera tricolor o de una carita feliz en el pecho, que andan en juntillas, vestidos con harapos y con el concreto achicharrándoles las plantas de sus pies desnudos. Esos pequeños que no tienen opción de nada más que vagar mendigando miserias para llevar a una casucha donde no hay el significado de la intimidad; donde no cabe toda la familia acostada; liderada por un par de adultos egoístas, que no contentos con aguantar hambre ellos solos, se desquitaron con el mundo a cuatro, cinco o seis pequeños, quienes en un futuro harán aguantar hambre a más pequeños.
A la altura de la calle 36 se divisan unas edificaciones de dos o tres pisos, con el polvo y la humedad deshaciendo la pintura y consumiendo las paredes. Allí unos letreros presentan esos edificios como “Residencias”, y es donde amparadas por la pobre iluminación natural mujeres de todas las edades se venden a sí mismas en un servicio contrarreloj, acostumbradas a perder sus pudores y energías una y otra vez en unas camas pestilentes en las que reposa como un repugnante recuerdo el hedor de cada uno de sus clientes. Ahí mismo hombres se juntan con otros hombres, corriendo en busca de otras habitaciones, ocultándose por unos minutos de un mundo que con tanto ahínco los rechaza.
Cualquiera de nosotros, los ciudadanos comunes, que vamos al centro a comprar ya sean víveres, ropa, CD’s piratas, utensilios de cocina, baratijas o cualquier cosa de entre todo lo que ahí se ofrece, recorremos ese lugar con prevención; pero en realidad ajenos a todo lo que sucede a escasos metros de nuestro recorrido; ignorantes de historias paralelas a nosotros, que de día o de noche confluyen a ese sitio donde el gentío y el frenesí se hace cómplice del anonimato; un punto en el corazón de la Villa Soñada, que para quien vive la parte negra de ese corazón, ésta no será nunca la villa de sus sueños.

La Dama de Blanco

Mi mente se hallaba turbia y mi mirada borrosa. Desperté de un sueño tan profundo del que creí no regresar nunca. Y mientras mi cerebro volvía completamente en sí, disfruté de unos gloriosos instantes de vacío mental. Luego el sufrimiento retornó, y me incorporé en la cama con dificultad. Mi cuerpo endeble adolecía por la rigidez del colchón.
Cuando de mis ojos desapareció la nebulosidad que de mi sueño se conservaba, la pálida luz blanca de la lámpara penetró en mis pupilas llevando hasta ellas la imagen de siempre: la habitación fría y sobria donde mi vida se marchita sin colores, sabores ni afectos, excepto por la Dama de Blanco.
La llamo así porque nunca supe su nombre ni tampoco tengo idea alguna de su edad. De saberlo la hubiera categorizado como una más entre los mortales. Ella era más bien un ser de otro mundo, con la belleza que ningún humano posee.
La Dama de Blanco siempre aparecía cuando mi cabeza se encontraba a punto de colapsar en un torrente de tristeza y en mi mente se agolpaban los pensamientos más retorcidos y abominables. Luciendo su impecable vestido blanco y dibujando en su rostro una sonrisa discreta, me ofrecía agua y pastillas, obsequio con el que me hacía sentir bien. Y más que las pastillas, lo que lograba dormir el siniestro monstruo que vive dentro de mí, era su encanto resplandeciente, su belleza que me aturdía y su feminidad tan inusitada.
Me enamoré de ella de una forma que pocos podrían sentir, y menos si son criaturas anidadas en la sociedad del común sumida en las más bajas perversiones y supeditada a toda clase de desmanes. No es un amor concupiscente, eso es repulsivo. Lo que siento por ella es algo tan hondo y complejo que ni mil líneas me alcanzarían para explicarlo.
—Hola, Rubén –me dijo un día con esa voz tenue y aguda que reflejaba su lado más tierno-. Tome sus medicinas –y se acercó a mí con la bandeja en la cual portaba un vaso con agua y las pastillas que aliviaban mis tormentosas ansiedades.
En esa ocasión ya había planeado expresarle todo mi amor, y aunque no supiera ni un carajo de cómo se conquista a una mujer, sabía por las telenovelas que veía con mi difunta abuela que los amantes, sin mediar palabra, se besaban comunicándose de esa manera sus sentimientos. Así que después de arrojar la bandeja, la tomé en mis brazos, y puse mis labios sobre los suyos con la pasión más intensa y sublime que pudiese fluir de mí. Sin embargo, algo debió salir mal, puesto que la Dama de Blanco me abofeteó y se marchó corriendo para nunca volver. De ella sólo me queda el sabor de sus labios tan espléndido como la ambrosía de los dioses.
Ahora quien aparece es una mujer que se viste igual que ella, que por más que lo intente jamás podrá imitarla ni comparársele en belleza.
Yo continúo en este ocaso existencial, saboreando mis labios bendecidos por el elixir que probaron alguna vez. Esa sensación nunca se borrará aunque el tiempo pase ajando mis carnes y mi desmedrado corazón, respirando taciturno el frío que anticipa el fin de mis días.

Evolución

Cuando nací era como ustedes, y como la mayoría de quienes habitan este mundo. Se puede decir que era normal; dos ojos en la cabeza; un brazo a cada lado; un par de piernas con sus respectivos pies; veinte dedos, ni uno más ni uno menos. Yo era un ser humano como cualquiera, no sé si bonito o feo, pero con todo en el lugar donde lo tienen los demás y en unas proporciones estándar. Pero por algo que sólo ahora he podido entender, me miraba al espejo y veía un engendro.
Me aterraba verme desnudo, me sentía en una masa corpórea de la cual quería salir. Lloré mucho tratando de comprender, sentía que sobraba algo en mí, algo con lo que no quería cargar.
—¡Vieja bruja! ¡¿Por qué me hiciste así?! —le reclamé hasta el cansancio a mi madre.
La pobre estúpida no entendía mis lamentos. Y como una imagen vale más que mil palabras, todo se le aclaró cuando vio la escena que más le espantó en su vida, la que nunca la dejó dormir de nuevo en paz. Fue en el frigorífico de la carnicería de mi papá, ahí quedaron desparramadas muchas lágrimas, sangre y la cena de mi mamá convertida en un charco amarillento con partículas rosadas de lo que una vez fue comida.
Siempre veía como mi padre despedazaba trozos de animales a fuerza bruta. Se veía muy sencillo, y pensé que no necesitaba de un cirujano para hacer lo que quería hacer.
Un día mi viejo salió, y me dejó a cargo de la carnicería. Tenía diecisiete años, y él se empeñaba en que debía ayudarle en el negocio “como todo un varón”. ¡Qué idiota el viejo! Realmente aproveché fue para ayudarme a mí mismo.
Rebusqué en un cajón lo que me pudiera servir. Y mis ojos destellaron ante el hacha más filosa que tenía mi padre. Luego entré en el frigorífico.
Mis huesos se helaron, y entre el blanco que me rodeaba pendían deformes figuras rojizas manando un olor hermoso, un olor excitante, el olor a la muerte. Me desnudé, y esperé que mi cuerpo fuese bajando su temperatura.
Mi aliento formaba como una nube, y me entretuve por unos momentos haciendo nubecitas. Eran formas alargadas, débiles en el aire. Unas se parecían a mí, a la espantosa cosa que veía en el espejo.
Me empezaron a doler los músculos; me temblaba la quijada; y mi sangre circulaba con dolor en mí, como cristales empujándose y lastimando mis venas. Supe que no podía esperar más.
Me acosté, y tomé el hacha. Vi cómo relucía amenazante con su bello resplandor plateado. Esa hacha había desmembrado cientos de animales. Yo era el siguiente.
Levanté el hacha. Y sin dudarlo ni un solo instante, la lancé hacia mi brazo izquierdo un poco más arriba del codo.
El filo penetró mi carne, y se chocó con el hueso.
—¡Mierda!
No le había dado con toda la fuerza. La sangre empezó a salir de la herida, y cuando retiré el hacha vi mi carne púrpura abierta como una boca desfigurada.
Lancé otro hachazo, y oí un crac. El hueso se partió, y mi brazo se arrancó. La sangre se esparció por el suelo, y una buena parte me salpicó la cara. Mi lengua probó mi propio sabor, y era suave. Me alimenté un poco conmigo mismo.
Vi mi brazo. Aún quedaba unido a mi cuerpo por unas tirillas de piel. Tiré de él, y mi piel se desprendió con facilidad.
Al ver el brazo a un metro de mí, sentí un alivio. Sé que ustedes no me pueden entender, pero si estuvieran en mi lugar hubieran hecho lo mismo. Es horrible verse como uno no se quiere ver, es horrible vivir viéndose con adiciones que no se quiere aceptar, es horrible verse en un cuerpo que se desprecia.
Me fui relajando, mi sabor se iba perdiendo, el blanco en el lugar se hacía negro.
De repente, el llanto de mi madre y los gritos de mi padre me taladraron el cerebro. Unos tipos a los que nunca recordaré me agarraron, y se preguntaron cómo alguien tenía la sangre fría y las güevas para mutilarse a sí mismo. ¡Sí, hijueputas, yo las tuve! Y las seguí teniendo bien puestas mientras seguí mejorando mi cuerpo con el paso de los años.
Ahora me miro al espejo, y veo lo que siempre quise ver. A veces reniego de mis ojos, pero los necesito para ver, ver lo que soy ahora. El horror hacia mí mismo desapareció. No necesito piernas para caminar, no necesito una lengua para hablar sandeces, no necesito de unas orejas que sólo afeaban mi cara, no necesito de un pene que me incite a porquerías mundanas. Sólo me queda el brazo derecho, y es porque no puedo quitármelo; además sé que lo necesito para comer, rascarme y limpiarme el culo. Ahora soy lo que siempre quise ser, ahora soy perfecto, soy la evolución de la especie.