El sol se posa radiante en el crepúsculo del amanecer, preparándose para irradiar su soberbia sobre este pueblo caribeño, llamado amorosamente la Villa Soñada.
Antes de que los ardores tropicales que nos acongojan empiecen a encenderse, los vendedores del centro de la Villa Soñada abren sus negocios y los informales estacionan sus carretillas peleándose las ventas, en una competencia ardua por atraer más compradores.
Los aseadores de Parques Nueva Montería, o más bien los Naranjas ya han pasado con sus escobas, sus palas y sus canastas, limpiando la inmundicia y los malolientes rastros putrefactos de una comunidad a la que le da igual que la ciudad se convierta en un basurero, que se ha acostumbrado a su pequeña mentalidad montañera, que no le ve función a los botes de basura, y que después pregunta: “¿Por qué se inundó la casa?”, “¿Por qué se tapó el canal?”, “¿Por qué hoy en día hay tantas virosis y epidemias?”, “¿Por qué el gobierno no hace nada por arreglar la situación?”. El problema no ha alcanzado dimensiones más exageradas porque unos tipos naranjas asean diariamente gran parte de nuestras porquerías, esos mismos a los que más de uno les hace mala cara cuando a final de año tocan a su puerta pidiendo un aguinaldo.
El pueblo fantasma ya se empieza a abarrotar de vivos, de gritones y agitados vivos, que empiezan a congestionar a los transeúntes exponiendo sus productos, todos sus beneficios y sus gangas.
Las personas pasan a toda prisa, en una carrera de obstáculos, esquivando al vendedor de frutas, al vendedor de tarjetitas, más adelante hace piruetas para no chocar con la vendedora de baratijas y más allá se da la vuelta para no pasar por el puesto del vendedor de pescado y su fétido inventario. La carrera termina al llegar a casa, desbordando capas de sudor, y con el alivio de haber abandonado el frenesí y el tormentoso ruido al que se expusieron.
Entre todo el gentío apretujado en las calles, los mototaxistas revoloteando por doquier, los carros disputándose la vía, el público demandando artículos al precio más cómodo, y vendedores peleándose el porvenir regateando e inventando promociones, deambulan unos seres silenciosos y sombríos sumergidos en una existencia penosa y miserable. Esos que ruegan por una moneda, y que al final del día recogen basura mosqueada y pisoteada y frutas podridas para sanar su estómago carcomido por el hombre. Esos que miran a todos lados con sus ojos tristes y adormecidos. Esos seres, de los cuales algunos de ellos, han buscado un sitio especial entre esta manigua de cemento como una ubicación estratégica para tocar la compasión de los transeúntes, exhibiendo al punto más degradado sus debilidades o sus extrañas dolencias que empeoran con la suciedad. Esos, de los cuales muchos de ellos, no se dan cuenta de si son ellos o sólo ven una película de alguien parecido, porque la droga no los deja sentar bases. Esos que pasan por debajo de un monstruo urbano de miles de cabezas que los atropella y los humilla a su paso con sus innumerables tentáculos esparciéndose por cuanta calle y carrera hay.
También hay unas criaturas pequeñas que andan encorvadas y con sus cuerpos morenos ya sea por el exceso de sol o el exceso de mugre, con sus extremidades lánguidas y llenas de granos purulentos. Esos mismos que cercenaron sus ilusiones de una niñez de colegio, una tarde de juegos y helado en el parque, y de un Niño Dios con regalos el 24 de diciembre. Esos de los que no nos confiamos —y no me excluyo— porque sospechamos que aprovechándose de su desvalida imagen infantil podrán robarnos en cualquier momento. Esos que llegan pidiendo una limosna tratando de ponernos casi a las malas un sticker de la bandera tricolor o de una carita feliz en el pecho, que andan en juntillas, vestidos con harapos y con el concreto achicharrándoles las plantas de sus pies desnudos. Esos pequeños que no tienen opción de nada más que vagar mendigando miserias para llevar a una casucha donde no hay el significado de la intimidad; donde no cabe toda la familia acostada; liderada por un par de adultos egoístas, que no contentos con aguantar hambre ellos solos, se desquitaron con el mundo a cuatro, cinco o seis pequeños, quienes en un futuro harán aguantar hambre a más pequeños.
A la altura de la calle 36 se divisan unas edificaciones de dos o tres pisos, con el polvo y la humedad deshaciendo la pintura y consumiendo las paredes. Allí unos letreros presentan esos edificios como “Residencias”, y es donde amparadas por la pobre iluminación natural mujeres de todas las edades se venden a sí mismas en un servicio contrarreloj, acostumbradas a perder sus pudores y energías una y otra vez en unas camas pestilentes en las que reposa como un repugnante recuerdo el hedor de cada uno de sus clientes. Ahí mismo hombres se juntan con otros hombres, corriendo en busca de otras habitaciones, ocultándose por unos minutos de un mundo que con tanto ahínco los rechaza.
Cualquiera de nosotros, los ciudadanos comunes, que vamos al centro a comprar ya sean víveres, ropa, CD’s piratas, utensilios de cocina, baratijas o cualquier cosa de entre todo lo que ahí se ofrece, recorremos ese lugar con prevención; pero en realidad ajenos a todo lo que sucede a escasos metros de nuestro recorrido; ignorantes de historias paralelas a nosotros, que de día o de noche confluyen a ese sitio donde el gentío y el frenesí se hace cómplice del anonimato; un punto en el corazón de la Villa Soñada, que para quien vive la parte negra de ese corazón, ésta no será nunca la villa de sus sueños.
Antes de que los ardores tropicales que nos acongojan empiecen a encenderse, los vendedores del centro de la Villa Soñada abren sus negocios y los informales estacionan sus carretillas peleándose las ventas, en una competencia ardua por atraer más compradores.
Los aseadores de Parques Nueva Montería, o más bien los Naranjas ya han pasado con sus escobas, sus palas y sus canastas, limpiando la inmundicia y los malolientes rastros putrefactos de una comunidad a la que le da igual que la ciudad se convierta en un basurero, que se ha acostumbrado a su pequeña mentalidad montañera, que no le ve función a los botes de basura, y que después pregunta: “¿Por qué se inundó la casa?”, “¿Por qué se tapó el canal?”, “¿Por qué hoy en día hay tantas virosis y epidemias?”, “¿Por qué el gobierno no hace nada por arreglar la situación?”. El problema no ha alcanzado dimensiones más exageradas porque unos tipos naranjas asean diariamente gran parte de nuestras porquerías, esos mismos a los que más de uno les hace mala cara cuando a final de año tocan a su puerta pidiendo un aguinaldo.
El pueblo fantasma ya se empieza a abarrotar de vivos, de gritones y agitados vivos, que empiezan a congestionar a los transeúntes exponiendo sus productos, todos sus beneficios y sus gangas.
Las personas pasan a toda prisa, en una carrera de obstáculos, esquivando al vendedor de frutas, al vendedor de tarjetitas, más adelante hace piruetas para no chocar con la vendedora de baratijas y más allá se da la vuelta para no pasar por el puesto del vendedor de pescado y su fétido inventario. La carrera termina al llegar a casa, desbordando capas de sudor, y con el alivio de haber abandonado el frenesí y el tormentoso ruido al que se expusieron.
Entre todo el gentío apretujado en las calles, los mototaxistas revoloteando por doquier, los carros disputándose la vía, el público demandando artículos al precio más cómodo, y vendedores peleándose el porvenir regateando e inventando promociones, deambulan unos seres silenciosos y sombríos sumergidos en una existencia penosa y miserable. Esos que ruegan por una moneda, y que al final del día recogen basura mosqueada y pisoteada y frutas podridas para sanar su estómago carcomido por el hombre. Esos que miran a todos lados con sus ojos tristes y adormecidos. Esos seres, de los cuales algunos de ellos, han buscado un sitio especial entre esta manigua de cemento como una ubicación estratégica para tocar la compasión de los transeúntes, exhibiendo al punto más degradado sus debilidades o sus extrañas dolencias que empeoran con la suciedad. Esos, de los cuales muchos de ellos, no se dan cuenta de si son ellos o sólo ven una película de alguien parecido, porque la droga no los deja sentar bases. Esos que pasan por debajo de un monstruo urbano de miles de cabezas que los atropella y los humilla a su paso con sus innumerables tentáculos esparciéndose por cuanta calle y carrera hay.
También hay unas criaturas pequeñas que andan encorvadas y con sus cuerpos morenos ya sea por el exceso de sol o el exceso de mugre, con sus extremidades lánguidas y llenas de granos purulentos. Esos mismos que cercenaron sus ilusiones de una niñez de colegio, una tarde de juegos y helado en el parque, y de un Niño Dios con regalos el 24 de diciembre. Esos de los que no nos confiamos —y no me excluyo— porque sospechamos que aprovechándose de su desvalida imagen infantil podrán robarnos en cualquier momento. Esos que llegan pidiendo una limosna tratando de ponernos casi a las malas un sticker de la bandera tricolor o de una carita feliz en el pecho, que andan en juntillas, vestidos con harapos y con el concreto achicharrándoles las plantas de sus pies desnudos. Esos pequeños que no tienen opción de nada más que vagar mendigando miserias para llevar a una casucha donde no hay el significado de la intimidad; donde no cabe toda la familia acostada; liderada por un par de adultos egoístas, que no contentos con aguantar hambre ellos solos, se desquitaron con el mundo a cuatro, cinco o seis pequeños, quienes en un futuro harán aguantar hambre a más pequeños.
A la altura de la calle 36 se divisan unas edificaciones de dos o tres pisos, con el polvo y la humedad deshaciendo la pintura y consumiendo las paredes. Allí unos letreros presentan esos edificios como “Residencias”, y es donde amparadas por la pobre iluminación natural mujeres de todas las edades se venden a sí mismas en un servicio contrarreloj, acostumbradas a perder sus pudores y energías una y otra vez en unas camas pestilentes en las que reposa como un repugnante recuerdo el hedor de cada uno de sus clientes. Ahí mismo hombres se juntan con otros hombres, corriendo en busca de otras habitaciones, ocultándose por unos minutos de un mundo que con tanto ahínco los rechaza.
Cualquiera de nosotros, los ciudadanos comunes, que vamos al centro a comprar ya sean víveres, ropa, CD’s piratas, utensilios de cocina, baratijas o cualquier cosa de entre todo lo que ahí se ofrece, recorremos ese lugar con prevención; pero en realidad ajenos a todo lo que sucede a escasos metros de nuestro recorrido; ignorantes de historias paralelas a nosotros, que de día o de noche confluyen a ese sitio donde el gentío y el frenesí se hace cómplice del anonimato; un punto en el corazón de la Villa Soñada, que para quien vive la parte negra de ese corazón, ésta no será nunca la villa de sus sueños.