sábado, 28 de noviembre de 2009

Evolución

Cuando nací era como ustedes, y como la mayoría de quienes habitan este mundo. Se puede decir que era normal; dos ojos en la cabeza; un brazo a cada lado; un par de piernas con sus respectivos pies; veinte dedos, ni uno más ni uno menos. Yo era un ser humano como cualquiera, no sé si bonito o feo, pero con todo en el lugar donde lo tienen los demás y en unas proporciones estándar. Pero por algo que sólo ahora he podido entender, me miraba al espejo y veía un engendro.
Me aterraba verme desnudo, me sentía en una masa corpórea de la cual quería salir. Lloré mucho tratando de comprender, sentía que sobraba algo en mí, algo con lo que no quería cargar.
—¡Vieja bruja! ¡¿Por qué me hiciste así?! —le reclamé hasta el cansancio a mi madre.
La pobre estúpida no entendía mis lamentos. Y como una imagen vale más que mil palabras, todo se le aclaró cuando vio la escena que más le espantó en su vida, la que nunca la dejó dormir de nuevo en paz. Fue en el frigorífico de la carnicería de mi papá, ahí quedaron desparramadas muchas lágrimas, sangre y la cena de mi mamá convertida en un charco amarillento con partículas rosadas de lo que una vez fue comida.
Siempre veía como mi padre despedazaba trozos de animales a fuerza bruta. Se veía muy sencillo, y pensé que no necesitaba de un cirujano para hacer lo que quería hacer.
Un día mi viejo salió, y me dejó a cargo de la carnicería. Tenía diecisiete años, y él se empeñaba en que debía ayudarle en el negocio “como todo un varón”. ¡Qué idiota el viejo! Realmente aproveché fue para ayudarme a mí mismo.
Rebusqué en un cajón lo que me pudiera servir. Y mis ojos destellaron ante el hacha más filosa que tenía mi padre. Luego entré en el frigorífico.
Mis huesos se helaron, y entre el blanco que me rodeaba pendían deformes figuras rojizas manando un olor hermoso, un olor excitante, el olor a la muerte. Me desnudé, y esperé que mi cuerpo fuese bajando su temperatura.
Mi aliento formaba como una nube, y me entretuve por unos momentos haciendo nubecitas. Eran formas alargadas, débiles en el aire. Unas se parecían a mí, a la espantosa cosa que veía en el espejo.
Me empezaron a doler los músculos; me temblaba la quijada; y mi sangre circulaba con dolor en mí, como cristales empujándose y lastimando mis venas. Supe que no podía esperar más.
Me acosté, y tomé el hacha. Vi cómo relucía amenazante con su bello resplandor plateado. Esa hacha había desmembrado cientos de animales. Yo era el siguiente.
Levanté el hacha. Y sin dudarlo ni un solo instante, la lancé hacia mi brazo izquierdo un poco más arriba del codo.
El filo penetró mi carne, y se chocó con el hueso.
—¡Mierda!
No le había dado con toda la fuerza. La sangre empezó a salir de la herida, y cuando retiré el hacha vi mi carne púrpura abierta como una boca desfigurada.
Lancé otro hachazo, y oí un crac. El hueso se partió, y mi brazo se arrancó. La sangre se esparció por el suelo, y una buena parte me salpicó la cara. Mi lengua probó mi propio sabor, y era suave. Me alimenté un poco conmigo mismo.
Vi mi brazo. Aún quedaba unido a mi cuerpo por unas tirillas de piel. Tiré de él, y mi piel se desprendió con facilidad.
Al ver el brazo a un metro de mí, sentí un alivio. Sé que ustedes no me pueden entender, pero si estuvieran en mi lugar hubieran hecho lo mismo. Es horrible verse como uno no se quiere ver, es horrible vivir viéndose con adiciones que no se quiere aceptar, es horrible verse en un cuerpo que se desprecia.
Me fui relajando, mi sabor se iba perdiendo, el blanco en el lugar se hacía negro.
De repente, el llanto de mi madre y los gritos de mi padre me taladraron el cerebro. Unos tipos a los que nunca recordaré me agarraron, y se preguntaron cómo alguien tenía la sangre fría y las güevas para mutilarse a sí mismo. ¡Sí, hijueputas, yo las tuve! Y las seguí teniendo bien puestas mientras seguí mejorando mi cuerpo con el paso de los años.
Ahora me miro al espejo, y veo lo que siempre quise ver. A veces reniego de mis ojos, pero los necesito para ver, ver lo que soy ahora. El horror hacia mí mismo desapareció. No necesito piernas para caminar, no necesito una lengua para hablar sandeces, no necesito de unas orejas que sólo afeaban mi cara, no necesito de un pene que me incite a porquerías mundanas. Sólo me queda el brazo derecho, y es porque no puedo quitármelo; además sé que lo necesito para comer, rascarme y limpiarme el culo. Ahora soy lo que siempre quise ser, ahora soy perfecto, soy la evolución de la especie.

1 comentario:

  1. Yo me había negado a disfrutar este Genero tan mordaz, pero he descubierto en estos relatos que me GUSTA!

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